III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


4 marzo - 2006

27- Frustración. Por Mujeres

Cerró la puerta con suavidad y se miró al espejo. Y sí, se vio ciertamente atractiva. Se le fue colocando la angustia en la garganta y la imagen fue emborronándose, hasta que las lágrimas, sucias de maquillaje, empezaron a caer, despacio, sin ruido. Está acostumbrada a tragarse todo, así que abre el grifo, coge el jabón y se lava bien la cara, dos veces, para que no queden restos de máscara en las pestañas. Hay que salir con decisión. Unos mimos a la niña, los deberes del mayor, las cenas, preparar para mañana lunes, poner buena cara y forzar la conversación insustancial y mínima, monosílaba, vacía y necesaria.
Hoy se ha celebrado la reunión anual interprovincial del personal de la empresa. Una forma de favorecer las relaciones humanas para mejorar el rendimiento, según la dirección; según la mayoría de los empleados, ganas de fastidiar un domingo malgastando un montón de dinero. Casi todos acuden. Al menos, los de Madrid, en un momento vuelven a casa, pero algunos vienen de Galicia o de Cádiz. Claro que a éstos les dan dos días y aprovechan para ir al teatro o visitar museos o simplemente para correrse una juerga, que de todo hay. Saludan, critican, comen, beben, fuman, pelotean, conspiran y fingen. Despedidas masivas y hasta el año que viene.
Nunca se ha sentido a gusto en las fiestas. Se arregla con esmero, días antes piensa en lo que va a ponerse, calculando las posibilidades de que llueva o haga sol y las ventajas o problemas que cada ropa puede ocasionarle. Cuando por fin se decide por un traje, prepara los complementos idóneos. Necesita sentirse segura para presentarse en público y hasta el color de la sombra de ojos deberá ser adecuado al del vestido. Y a pesar de todo, una vez entre la gente, no acierta a encontrar su sitio. Un excesivo sentido del ridículo la sensibiliza y la cohíbe. Con lo fácil que es ir cada día al trabajo… entonces sí que hay un motivo para salir de casa, para relacionarse con la gente, para estar donde le corresponde. La disculpa del trabajo es excelente. Pero estas otras situaciones son equívocas. Y tiene la sensación, además, de que parece boba.
Ana se acercó por detrás aparentando confidencialidad. ¡Cómo si no se conocieran ! A ver cuando ésta ha dado una puntada sin hilo…
– ¿Ya te has dado cuenta? No te quita ojo.
Sonrió convencionalmente de igual forma que a cualquier comentario de cualquier persona, sin escuchar.
– No te hagas la tonta, que te mira sin disimulos… y no tiene mala planta. Aprovéchate, mujer.
Se da cuenta de que, efectivamente, unos ojos grises la buscan y la encuentran. Pelo castaño, corbata azul con diminutos motivos más claros, y unos dientes fuertes y blanquísimos en una sonrisa abierta.
Entran a la conferencia de acogida a los participantes, soporífera, como de costumbre. Tanto que empieza a sospechar que ni siquiera se molestan en cambiarla de un año a otro. Y no merecería la pena porque nadie escucha; algunos incluso ni se preocupan de disimularlo. Si estuviera en el lugar de los directivos, se le caería la cara de vergüenza. O son asombrosamente estúpidos o su grado de cinismo alcanza cotas insuperables. Ella al menos, no acaba de entender el verdadero alcance de esas famosas reuniones anuales. Después la comida, en un hotel fuera de la empresa y los autobuses ya esperan al otro lado de la calle. Se hacen apuestas sobre que el primer plato sea una crema pretenciosamente bautizada en francés; en realidad, un puré de patatas clarito con caldo concentrado de pescado.
– Precisamente hoy tiene que llover ¿verdad? – y se encuentra con aquella mirada gris, que le ofrece un gran paraguas negro y con naturalidad, la toma por los hombros invitándola a salvar el trayecto a cubierto. Bueno, así no se estropea la chaqueta nueva. ¿Será una casualidad o Ana tendrá razón? Es igual, sonreír y agradecerle la atención. Es un compañero más, al que dejó sentarse a su lado. El obligado intercambio de nombres, el departamento al que pertenecen, el buceo sobre algún conocido común, mientras observaba sus manos morenas, grandes y bien cuidadas que salían de unos puños de camisa blancos, pulquérrimos, quizás recién estrenados, abotonados con gemelos de oro adornados con una perla. Se fija en que sujeta la corbata con un alfiler a juego que denota un refinamiento poco común. Y el traje azul marino, de indudable calidad, le sienta de maravilla. Como dice Ana, no tiene precisamente mala planta.
Al bajar del autobús, un gesto increíble, le ofrece su mano para ayudarla y la convierte por un momento en una importante dama digna de exquisitas cortesías. Su apoyo es fuerte y seguro y el tacto de su piel cálido y suave, se prolonga algunos segundos intencionados. Cómo no, le cede el paso. Es un caballero. Le mira, curiosa, esperando encontrar sobre sus hombros un manto de púrpura y armiño, porque empieza a creerse una Cenicienta con traje de chaqueta y zapatos de tacón. Le calcula una edad pareja a la suya. ¿Dónde estaba éste príncipe azul hace diez años? ¡Bah! Lo peor de los príncipes, aunque vayan vestidos de azul, es que terminan convertidos en sapos. Si le hubiese conocido entonces, probablemente ahora sabría que es un batracio disfrazado. O no, ¡quién sabe! ¿Por qué no puede haber alguno diferente?
Y la inquietud de elegir sitio para comer, al lado de los compañeros con los que se come cada día. Otro fracaso de la organización, porque nada de mezclarse y lo de la convivencia se queda en mera teoría.
– De Teruel vengo yo solo. Iba a venir otro compañero, pero al final…
– Quédate con nosotros. Mira, aquí hay un sitio.
– Estupendo. Además de muy guapa eres muy amable.. – su voz era dulce, su tono comedido muy agradable, y al suavizarla en las últimas palabras se hizo sugerentemente cálida.
Como un ciclón, inoportuna, como siempre, ordinaria y caballuna, creyéndose graciosa con sus desenvolturas y chabacanerías, apareció Mati (se llama Matilde, pero como es una cuadrupedante, según su compañero de mesa, exige el apócope y puntualiza que terminado en » y, y griega»).
– ¡Hooolaa! ¡ qué bien se te ve hija! ¡ cuánto se nota cuando nos lavamos un poco! ¿eh? ¡parecemos otras! ¿y tu marido?
La maravillosa sonrisa y el encanto de la profunda mirada gris, se apagaron; la calidez de su inflexión se volvió impersonal.
– Disculpa …. creo que he visto a … hasta ahora, perdona…
Y Ana, que no se había perdido ni ápice, se enfada.
– ¡Ya lo has echado a perder! Si tenías que ser tú… ¡Aquí no hay maridos, ni niños, ni madres enfermas! ¿cuándo vas a aprender?
– ¡ Ay, hija! De todas formas, con ésta no hay nada que hacer, va de santita, así que al final… nada.
El menú, mediocre, lo esperado. Las conversaciones estereotipadas y sin sustancia, como siempre. El cansancio acumulado suplica una siesta. Las despedidas insufribles, con tanto besuqueo estéril y fofo, soportables solo por la inminente desaparición de escena.
A la vuelta, recoge a los niños en casa de la abuela y aguanta en silencio el chaparrón, que si la lata que dan, que si están muy mal educados, que si son unos consentidos, y que gracias a la pobre abuela, que se sacrifica para que… Como si ella llegase de un sarao, en vez de un día de trabajo bastante más cargante que cualquier otro, mientras que su hijo, señora, está en casa solo, sin más encargo que apagar la televisión si se duerme y hasta eso se le olvida. Se calla; es más cómodo, más rápido, más práctico. La abuela reclama para su hijo las injustas prerrogativas de las que ella fue víctima también, por lo menos, que se beneficie aquel a quien más quiere.
Ahora, acostada, sin olvidarse del bendito despertador, que ayer fue sábado y estaba desconectado, todo en orden, puede desahogarse. Llora por su libertad, hipotecada eternamente por sus hijos, por tantas ilusiones perdidas, por su juventud que cede, aplastada por el exceso de responsabilidad y de trabajo, por la hipocresía con la que ha de cubrirse cada mañana para seguir adelante. Por el cinismo que supone encontrarse con la muletilla de “igualdad de oportunidades”, que cada vez es más frecuente y más odiosa.
Y porque cuando llegó a casa, con una chispita de emoción en el alma, reflejo de aquel brillo elegante y gris que durante unos minutos se había posado en ella, el que ahora ronca a su lado, la recibió en camiseta, tumbado en el sofá, respondiendo apenas a su beso de compromiso sin apartar la vista de la pantalla. Y cuando le preguntó, a pesar de todo, si la encontraba guapa, se encogió de hombros, reclamó la cena y cambió de canal.