III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


4 marzo - 2006

24-Yo te conozco. Por El pintor de orillas

Yo te conozco mi vida, mi prosa, voluptuosa cumbre emancipada. Oh, tus cambios de ademán, sinceros, apabullantes y roedores de mi alma lisonjera. Oh, tus nocturnas apariciones, cómo quisiera ser tú. Yo te conozco mi vida, mi prosa. Entre otoñales rastrojos de dulzura. Me entregué a ti, te conozco. Por donde anida la cordura jamás he intentando pasar de largo, y a pesar de todo, sigo perdiendo el tren en las estaciones. De paso, viajo hacia ti, porque yo te conozco más que nadie. Te espiaba en las sombras de aquellas aulas de témpera donde enfrascados se estremecían los remolinos de mi pasión ingenua. Férreas estructuras me recompensaban a tu paso, porque te conozco y te envidio. Quisiera ser tú, mostrarme en tu camisa con los pechos erguidos y descompasados, meciéndome en ti, quisiera ser tú y otorgarte la premura inquieta de una flor meliflua que fenece en este día marchito. Madrid era tan grande y yo… yo te conozco. Porque salía a pasear cada noche con la insolente esperanza de deslizarme por las alcantarillas como un vertido sólido y repugnante. Aparecer así, zas, en tu vida, mi prosa, oh, mi amor, mi incomprensible muchacha de piedra. Vetusta y macilenta en sus desvaríos, cómo me observabas cuando exasperado callaba ahogando las lágrimas en un sollozo pueril. Asómate a mi desapego. Mi ninfa, otórgame a Aix, nodriza sin reproches. Sí, amamantarme sin concesiones y colmar el cuerno desposeído de frutas y flores sin néctar, Amaltea. Súbeme a las estrellas en tu unicornio primogénito pues yo te conozco, tan callada. Pergamino enredado en mis ojos que alimentaba mis fantasías de niño. Te conozco en los días, te observaba, te temo. Pues tus miradas eran venganza que me despojaba del aplomo y me arrojaba contra las paredes de aquella habitación ensombrecida. Disfrazarme, sí, de loco, de bufón en la noche. Mi testigo la luna opalina, cubrirme el rostro quizás. Asirme fuerte a la muerte, dulce de leche, no sé lo que es, desconozco y aborrezco los melindres, mi amor. Atreverme, no puedo, apretar mi gatillo, sucio, saltar al vacío. Recuerdo paseos anhelantes a orillas del Ganges, entre los muñecos sin vida que flotaban en su negra espesura, deformes, hinchados, henchidos y ufanos en su mortalidad, desmembrados. Oh, néctar de naranja ácida, sustancial. Recuerdo paseos íntimos, bocanadas frugales a orillas del Sena y mi cuerpo muerto flotando, ufano de tu mano, cómo acariciabas mi mejilla estúpida y complaciente, cómo sonreían tus labios farisaicos. Empujar el gatillo, recuerdo, mi fiel asidero, qué rápido pasan las horas y el cañón en la sien es tan frío, qué dulce su tacto de hierro, como tu frente, amor mío, mi amada. Sin detenerme escalaré el muro y te susurraré palabras desquiciadas sin remordimiento. Madrid es tan grande. París, tan lejana. Roma incomprensible, encaramarme sin descanso, tal vez, a los arcos floridos de la Vía del Pellegrino, despojarme de sus ventanas y escalinatas, amor mío. Por ver en tu rostro asomarse una leve sonrisa, que no se aneguen mis párpados con la sal que derraman. Cenar en Via Luigia, recomponernos en una morada siniestra, recompensarnos. Estremecernos y naufragar en el Tíber. Viernes me llamarás, mi amor, mi verso. Delirio enmascarado por nenúfares insólitos, destartalados. Polilla estremecida si me quemo en tus labios púrpura, como la fachada de los incomprensibles cuadros de la ciudad medieval de Gubbio. Mi poetisa adorada. Espuelas en mi costado me desgarran, me asestas tres puñaladas y muero en tus brazos, Salomé después de haberme dado la vida. Después de la dicha de asumir mis demonios con un hilo de saliva que ahora se adormece reseca en la comisura de mis labios huérfanos. Dame tiempo para ser perezoso enredado en tus sábanas, la última vez, date tiempo, abandónate en la esquina de la estancia, abandona mis manos, la última vez, que pueda sentir como escapan mojigatas las frases de abulia con que obsequias mi entrega, oh, Artemis, tu ciervo devorado espera impaciente a que des la señal, pues soy yo quien me asesto el último mordisco por infligirme la pena de admirar tu virginal desnudez. Me desangro ignoto en el bamboleo de tus entrañas. Relamiéndome las pezuñas ignoraba cuál era el sentido de tus miradas ciclotímicas. Quise ser tú, mi princesa de sangre, asimilar tu cuerpo y tu costado, desposeerme, amordazarme. Entrar en tus piernas en silencio, dar un portazo final para despertar de esta duermevela feroz. Quisiera ser tú y no puedo. No puedo esforzarme en balde y dejar el encantamiento sagrado al delirio del vendaval. No puedo observar como las chimeneas eyaculan el humo fecundo de mi tristeza sin inventar pérfidas excusas que se vuelvan contra mí, oh, Roxana. Diva incombustible y mordaz, tan inteligente y tan insensata en tu desprecio. Bailando para mí bajo la lluvia, sobre el barro de una huerta en la que cultivaba mi incertidumbre. Y dio sus frutos. Regarte y verte crecer, atraparte en una burbuja opaca, sin temor a represalias. Oh, mi niña con voluntad de mujer, mi triste sonata para piano, oh, mi romántica muerte acechándome en las escaleras del recibidor, petit madame. Yo te conozco como nadie, alquimista, en la mezcolanza de los sentidos abrumados. Pequeña dama cruel. Ser Ares en este instante, oh, mi Afrodita, enraizarme en la tierra de leche donde tenían cabida nuestros imprudentes adulterios que eran castigados sin remisión. Echar abajo los muros que separan la muchacha de la hembra, echarlos abajo y retozar en sus ruinas, hacerme presa de los escombros. Recuerdo paseos ínfimos, algazaras brutales a orillas del limbo y mi cuerpo enmudecido temblando, ufano de tus pechos exquisitos, cómo acariciabas mi espalda desnuda y yerta, cómo sonríen ahora mis dedos homicidas. Empujar el gatillo, recuerdo, mi fiel acantilado, qué rápido pasan los segundos y el cañón en la piel está tan vacío que hay que llenar, qué dulce su espasmo de acero, como tu vientre oscuro, cómo late, amor mío, mi amada, cómo muero. Quisiera ser tú desde mi oscuridad eterna, pues yo te conozco como nadie en la vida te ha conocido, te observaba, te asimilaba. Te adoraba y ahora agarras mi cuello inerte para alzarlo sin aspavientos, mansa e impertérrita, imperturbable en los siglos, niña esculpida en el bronce podrido de mis días. Balsámicas son las horas en que llego a fenecer en tus manos, inerte, atenazado por el silbido de las gaviotas que andan buscando su orilla en esta ciudad que nunca tuvo mar. Viajar en tu nave, nodriza mía. Espantar a las aves que intentan anidar en mi frente maltrecha. Hambre de pobre, pan fermentado en el calor de un cuarto oscuro que te entrego sin condiciones. Por ver tu silueta dibujarse en las amarillentas cortinas de un hotel encarnado, la última vez. Bailando para mí, meciendo el talle de tu figura cómplice. Mármol indiferente que hiela mi sangre derramada por las alcantarillas como un vertido líquido y reverberante. Aparecer así, zas, en tu silla de madera destartalada, mi desvarío, desaliento de los antiguos dioses, mi incomprensible mujer, mi Eneida. Vetusta y macilenta en tus desvaríos, cómo me observas cuando callo exasperado, ahogando las lágrimas en un sollozo pueril. Quisiera ser tú, pues yo te conozco, te he conocido siempre, como nadie en la vida lo ha hecho.