III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


27 febrero - 2006

17- El coleccionista de recuerdos. Por Leonardo

Parece como si aún lo viera ahí sentado, en una de las mesas del club de ajedrez y bar para ancianos El Oro Negro: siempre al lado de la pared, junto a un café con leche condensada –su bebida favorita– y un libro entre las manos. Desde el primer momento me impresionó la enorme dignidad con la que, a pesar de su juventud, sobrellevaba su aspecto bohemio: pelo largo y lacio, lentes redondas, chalecos gastados y una larga gabardina con un agujero desesperanzador en la tela del reverso.
Según me contó uno de aquellos días, asistía a la universidad y mataba allí el tiempo. Hubo una época en la que coincidíamos cada día. Durante los tres meses que lo traté discutimos muchas cosas, pero supongo que nunca llegué a entenderlo del todo hasta que accedí a uno de sus secretos más íntimos. Parte de la semana estuvimos hablando sobre la capacidad de recordar del ser humano, un tema que ya habíamos utilizado en anteriores encuentros, aunque nunca con la intensidad de aquellos días. La cuestión no podía ser más sencilla: debatíamos hasta qué punto le era posible a cualquier persona acceder a uno de sus mejores recuerdos.
–Me alegro de que estemos hablando de esto –me dijo–, porque en lo que a ello concierne, he hecho un gran avance personal al que muy seguramente nadie ha llegado. Es uno de mis tesoros, magníficamente guardado y de muy pocos conocido.
Al otro día me recibió con una sonrisa, envuelto en el humo de su pipa. Tenía un pequeño papel doblado sobre la mesa, que a veces deslizaba entre los dedos. Me senté frente a él y pedí un café con leche. Inmediatamente, desenvolvió el papelito y reveló las apretadas líneas que en él había escritas:
“Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas del todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.”
–Esto es de Marcel Proust –añadió– y puede servir de manifiesto teórico de mi pequeño secreto.
Estaba intrigado, y él pareció notarlo. Se levantó y dijo:
–Vivo en una pensión cercana, y me gustaría enseñarte cómo he conseguido construir una compilación de mis mejores recuerdos.
Llegamos enseguida a aquel piso, que en algunas partes se estrechaba hasta puntos inverosímiles. Si algo destacaba en él era la curiosa mezcla de polvo y de libros. La mayoría de los muebles, pocos, estaban remendados. Lo mejor era sin duda el balcón, que proporcionaba una hermosa vista de la calle Aribau.
–No hay nada como sentarse aquí cuando cae la noche –me dijo–, y experimentar uno de los muchos recuerdos que tengo.
Buscó entre sus libros y en uno de ellos –creo que eran poemas de Baudelaire– encontró, mezclada entre las páginas, una llave nítida y dorada. Abrió con ella un mueble y no tuve palabras para lo que pude ver: en tres plataformas de madera, se ordenaban en filas toda una serie de pequeños botecitos, de distintos colores, cada uno de ellos con una etiqueta.
–Habrá unos cuarenta –precisó, poniéndose a un lado para que pudiera contemplarlos mejor–, pero ya tengo en mente muchos otros. Escoge el que quieras.
Me percaté de que los títulos de las etiquetas, escritos a bolígrafo oscuro con admirable caligrafía, eran cuando menos bastante curiosos. De una sola mirada repasé varios de ellos: Mercado de Badalona (1984–86), La plaza de la calle Miret (sobre 1989), Paseos por Can Solei (1984–87), La Paz: tardes en casa de la abuela (sobre 1986)… Finalmente señalé un bote que estaba algo más allá –y que indicaba años más recientes–: Reuniones en el Grupo de Poesía (1997).
Desenroscó suavemente su tapa. Lo olió durante unos segundos, con los ojos cerrados, y después me lo pasó. Se trataba de un perfume de calidad, con un tono acentuado a limón que resultaba muy agradable.
–Ya te dije que hace dos años estuve en el Grupo de Poesía de la facultad. Nos reuníamos cada martes, para leer poemas y preparar una revista. Todo terminó a punto de finalizar el curso, porque quien dirigía el asunto se enfadó y dejó de venir. Sin embargo, guardo de aquellos martes por la tarde un grato recuerdo, unos momentos muy buenos cuya intensidad nunca me gustaría perder. El perfume que acabas de oler es un Trifardi y se lo ponía una chica que se sentaba siempre a mi lado. Su estela me envolvía cuando leíamos los poemas, y su olor quedó como registro principal de este recuerdo. Me costó mucho identificarlo, al igual que casi todos los recuerdos que puedes observar aquí. Han sido muchos días por perfumerías de los centros comerciales, donde se tolera sin molestias que compruebes el género, y donde con frecuencia es fácil sustraerlo.
Lo olí una vez más. Mientras enroscaba de nuevo la tapa, me animó a que probase otro.
Señalé La playa de Murcia (1998).
–Éste –comentó, mientras dejaba que yo lo destapara– se refiere más bien a las noches en que recorría el paseo, junto al mar, cuando estuve de vacaciones con unos amigos. Cada vez que lo huelo tengo ante mí aquel cielo casi violeta surcado por la luna, como sacado de una hermosa ilustración, y debajo las olas serenas, mientras las farolas del paseo iluminaban nuestro pasos. Para componer este olor pensé primero en un pequeño caparazón de ermitaño, o en una estrella de mar, que despedían casi a la perfección la fragancia salada de una playa. Sin embargo, en una visita a los tenderetes de las Ramblas pude encontrar una esencia de algas que me entusiasmó, porque es el vivo reflejo de aquellos momentos.
En efecto, el olor a mar y a playa no era tan áspero como podría haberlo sido el de una estrella seca. No pude evitar tener unos momentos más bajo mi nariz aquella fragancia, que a mí también me comportaba ciertos recuerdos. Dejé el bote cuidadosamente en su sitio. Mi dedo ahora apuntó hacia una etiqueta semejante, aunque algo más audaz: Las noches en casa de Margarita (1995). Su rostro ensayó una sonrisa al darse cuenta de mi intención.
–Éste es uno de los que más me ha costado encontrar. Margarita era una chica que me dejaba subir a su casa por las noches. No tenía hermanos y sus dos padres trabajaban. Fueron unas noches absolutamente memorables. Cuando quise encontrar la esencia de su recuerdo, consideré diversos olores. Algunos los descarté por demasiado vulgares. Otros, como por ejemplo el del azahar que tenía en su ventana, se confundían con recuerdos que yo ya había preparado. Finalmente resolví que era mucho mejor tener en cuenta el dulce suavizante de sus sábanas, que tanto acompañó nuestros abrazos. Durante una temporada recorrí los supermercados destapando discretamente las botellas de suavizante, hasta que encontré el correcto.
Aquel suavizante producía un marcado olor a rosas. Cuando lo devolví a su lugar –entre La pensión de Salamanca (1995) y Viaje a Zaragoza (1996)– me dispuse a señalar muchos otros, que él comentó detenidamente. Así, Paseos por Can Solei (1984–87) estaba compuesto por esencia de eucalipto, al parecer lo que más abundaba en el parque donde iba con sus padres. Ensayos (1994) olía a esencia de pino, y hacía referencia a las tardes que pasó en un pueblo escuchando a un grupo de música formado por amigos suyos. Olimpiadas (1992) debía su título a la época en que se produjo ese recuerdo, que en realidad tuvo lugar en un merendero cruzado por un río y envuelto en una vegetación frondosa, en donde se destacaba el olor a romero. Las mañanas de quinto (1989) le requirió también meses de trabajo para encontrar el ambientador que se utilizaba en su clase y le desplazaba directamente hacia aquellos “frescos días”. El Ateneo (1992) consistía en el aroma de los geranios del lugar donde le concedieron un premio gracias a una redacción. Con incienso de cáñamo consiguió la esencia de La casa de Ricardo (1995), donde se reunía con algunos amigos para fumar marihuana.
Entonces me di cuenta de que debía marcharme. Le agradecí que me hubiera enseñado aquella colección, y que por un momento me hubiese hecho partícipe de sus recuerdos. Cerró de nuevo el mueble con la llave, y antes de despedirme me dijo que cuando yo lo deseara podía volver a contemplar su colección, pues seguramente habría sido enriquecida con nuevos recuerdos. Sin embargo, con la llegada de los exámenes no me quedó más remedio que dejar de aparecer por El Oro Negro. Cada vez lo vi con menor frecuencia, e incluso terminé por no tener ningún contacto con él. Imagino que ahora su colección constará por lo menos de un centenar de pequeños botes, cada uno con el color de un momento ya pasado.
Sin embargo, muchas veces pienso en aquel mueble, y aún recuerdo la vibración especial con la que salí de su piso, la cual se mantuvo hasta que terminé las clases por la tarde. Me dirigí rápidamente a casa, y en el cuarto rebusqué a conciencia entre mis cajones. Cuando casi no albergaba ninguna esperanza, di finalmente con lo que quería encontrar: un frasco de colonia estrecho, oblongo, con el tapón y la parte superior de plástico gris metalizado, y en el vidrio el nombre de Aca Joe escrito en letras blancas –aunque estuve tentado de ponerle una etiqueta encima–. Lo destapé y una vez más olí aquella fragancia limpia con su característica dulzura ácida. Enseguida pude verme con los polos que solía vestir en mi primer año de facultad, caminando por Consejo de Ciento antes de que empezara la clase de latín. Tuve también a mi alcance el tono insólito que todavía guardaban para mí aquellos muros y las hojas de los árboles que asomaban por encima en el color gris de la mañana, un tono que por entonces ya había perdido y que sin ningún motivo había pensado irrecuperable hasta aquel día.