III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


27 febrero - 2006

14- DESTINO AFGANISTAN. Por Raixa

Todo parecía lejano, irreal, casi imposible. La única verdad de aquel momento era que de no haber sido por su padre, jamás se habría subido a aquel Hércules. Pero ahora estaba allí, en la oscuridad de la noche, pisando suelo enemigo, muy lejos del mundo civilizado. No podía creerlo.
Con el trabajo de los últimos meses, el ajetreo de las maniobras de supervivencia, los cursillos básicos sobre explosivos, no le había dado tiempo de pensar. Y le habían ocurrido tantas cosas…
Recordaba su agitación para preparar el viaje, las compras, el papeleo, las vacunas y el GPS que metió en el último momento en su equipaje de mano. El desayuno con la familia en Madrid en un día lluvioso. El trayecto desde el cuartel hasta la base aérea. Y a su padre: No me defraudes hijo, defiende la patria y lucha hasta la muerte si hace falta. Las doce horas de vuelo sin azafatas. Un avión al que los motores le rugían amenazando con pararse a mitad de vuelo. Madrid-Afganistán. Nada de toallitas húmedas con olor a lavanda ni bocadillos pequeños, ni raciones de agua. Sólo un olor ácido a aceite y combustible. Notó todo esto porque los colegas se quejaban y removían inquietos. Habría cundido el pánico si no se hubieran puesto a hablar de mujeres. Cinco meses sin catar. Si era un crimen mirarlas y además las cubrían los velos no iban a poder entretenerse mucho. Él disimulaba bien. Gastaba bromas como todo el mundo.
La mayoría de sus compañeros había entrado en el ejército por dos razones; o bien porque les gustaba eso de jugar a la guerra o porque tenían un sueldo asegurado y se libraban de engrosar la lista del paro. A él no le pasaba nada de eso. Odiaba todo lo relacionado con la vida militar. La escolta de su padre. La vida marcada por la disciplina y los rangos. Y odiaba no poder hacer lo que le viniese en gana. No tener voluntad salvo por boca del señor coronel.
Saltarse las normas era firmar una sentencia de muerte. Aquello le preocupaba más que el propio conflicto. Pensaba que era como si de una forma muda su padre le estuviese poniendo sobre aviso. Recordaba la bronca que escuchó en casa cuando llegó de improviso a recoger algo de ropa. Su madre suplicando que lo borrara de las listas y su padre gritando que así aprendería a ser un hombre. Una coincidencia demasiado relevante. Le había visto con Mikel charlando en varias ocasiones, igual que podría haber hablado con otros. Pero se le habían encendido los ojos de furia y quizá se estaba vengando. ¿Querría darle un escarmiento?
Una ráfaga de viento provocó una turbulencia y le hizo volver a la realidad, al peligro que corría su vida.
Afganistán tenía unas montañas agrestes, un cielo rojizo por el reflejo de los múltiples fuegos que ardían diseminados. A lo lejos se apreciaban los rezos de algún mulhacín. Y no pudo por menos que preguntarse que demonios se le había perdido en esas tierras. Todo aquello que se colaba por sus retinas lo dejaba frío e indiferente. No le seducían ni los rostros velados, ni los saris hasta los tobillos. Nada se parecía a las sensaciones que le producía Mikel, ni se asemejaban en dulzura ni en serenidad.
Mikel. No podía dejar de pensar en él. Había entrado en su vida para instalarse silencioso. Había formado poso en su corazón. Lo había sentido cercano desde el primer día que lo conoció con los pelos alborotados en un bar de copas en el casco viejo bilbaíno. Aquella noche regresaron en el mismo taxi atravesando toda la ciudad, dejando atrás la noche y su segunda vida. O la primera. Porque con la luz ya nadie recuerda, nadie sabe si fue cierto el beso, el abrazo, las promesas…
Mikel sí recordaba. Se llamaban. Quedaban en algún café. Sólo a veces se cogían de la mano. Hacían planes de futuro. Charlaban e imaginaban un viaje a Egipto, a Marruecos.. Para excavar tumbas, ver chicos con turbantes, dar un paseo en dromedario. Sentir la arena ardiendo bajo los pies.
Unos disparos a pocos metros de donde estaba el pelotón le hicieron tirarse al suelo, ajustarse el casco y levantar el seguro del celme. ¿Iba a ser capaz de apuntar y apretar el gatillo? Le temblaban las manos, las mismas que habían recorrido otra piel hacía días. No sabía cuanto tiempo llevaba así. Miró el reloj. Las once y veinte. La mente quería hacer los cálculos de la diferencia horaria, acertar con la hora que sería en Bilbao y adivinar que estaría haciendo Mikel. Las piedras se le clavaban en la carne. El petate lo estaba aplastando contra el suelo. Los huesos sonaban a cada movimiento como si fuese un esqueleto a punto de desarmarse. A él le habría gustado estudiar medicina o veterinaria. Adoraba a los animales. Tenía nota suficiente para haber entrado en cualquier Universidad. Y el señor coronel diciendo que antes el ejército y que si de verdad le gustaba cuidar bichos tenía tiempo para estudiar de tardes. Ese había sido el trato, sólo que había caído en la trampa. Le faltaban horas. Cuando no era una guardia eran unas maniobras, cuando no, un servicio extra. Y ya habían pasado un par de años sin aprobar una sola asignatura. Le habría gustado que su padre le hubiera escuchado. Decirle que tenía una vida propia y quería equivocarse solo, decidir por sí mismo. Que era mayor de edad. Que pensaba irse de casa. Pero todo aquello se le atragantaba ante la mirada seca, el gesto firme y las órdenes cortantes. Que más que un padre tenía un verdugo y que allí, tumbado en la tierra no podía recordar ni un solo abrazo, un gesto cariñoso o una felicitación por un trabajo bien hecho. Aprovechó la oscuridad de la noche para dejar correr a sus anchas las lágrimas. Al día siguiente todo sería distinto. El cuartel era un lugar seguro. Las emboscadas con tiros no eran muy frecuentes. Pero él sabía que con la luz de la mañana sentiría el mismo vacío en la boca del estómago, la misma angustia al ser consciente de que estaba solo y una rabia cada vez más grande contra su padre. Se sentía como una marioneta y veía como otros manejaban los hilos. Alguien había dicho que no había peor soledad que la de estar falto de cariño. ¿Cómo se le había ocurrido pensar en eso? Se sentía herido, alcanzado en la parte que más duele. Porque de todos los compañeros, quien más quien menos, tenía con quien desahogar sus penas. O por lo menos lo aparentaban.
Cuando despuntaba el alba tenía la firme resolución de que podía cambiar su vida. La distancia le hacía valiente. No debería volver a guardarse las palabras, las frases y los deseos sin pronunciar. Ya estaba bien de tratar de agradar siempre, de hacer lo que quisieran los demás, de ser un cobarde.
Resultaba extraño caminar entre piedras rojizas, tragando polvo pensando que si Mikel apareciera era capaz de escapar al fin del mundo. Allí nada parecía estable. Los carteles que anunciaban los pueblos tenían los rótulos en árabe. Podría aprender el idioma, a fin de cuentas siempre había tenido habilidad para las lenguas extranjeras.
La vida en el cuartel era monótona. Igual a Mikel le estaba pasando lo mismo. Ahora estaría quizá en la India, buscando restos arqueológicos. Pasaba el dedo por el mapa calculando distancia que los separaba. Se preguntaba si habría tenido plaza para unirse a la expedición, si le recordaría. No se habían prometido nada.
Pensaba “no soy nadie”, “nunca podré hacer lo que me venga en gana” y como si el fantasma del señor coronel estuviese allí, sintió alguien cerca de él. Le estaban llamando porque habían recibido un aviso. No sabían a ciencia cierta sobre la veracidad, ni quien había sido el informante. Al parecer debía acudir a la capital, coger un vuelo de turista y regresar a Bilbao lo antes posible. Algo había ocurrido en casa y reclamaban su presencia.
No supo como encajar la noticia. Por una parte debería haber estado contento por abandonar un país que no le decía nada. Por otra, debería haber estado preocupado pero paradójicamente se encontraba frío, como si hubiese dejado de importarle el resto del mundo.
En el aeropuerto preguntó en un inglés perfecto los horarios de vuelos. Y como en un arrebato, sobre el avión que hacía escala para Nueva Delhi. Unas horas de diferencia. Abrió una libreta para matar el tiempo. Tenía notas sobre los viajes que había planeado con Mikel. Escribió encima “imposible” y lo tachó con furia. Uno tras otro.
Lo tenía detrás de él, esperando. Lo llamó por su nombre. Antes de que pronunciara palabra lo tomó del brazo, entraron por una de las puertas de embarque con dos billetes, una amplia sonrisa de triunfo y un destino a ninguna parte.