III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


27 febrero - 2006

13- LETARGO. Por TSUNG-HE

Casi nadie se aventuraba a cruzar las peladas Montañas de Kuen-Lun, en las que el viento silba como un afilador y aguza las aristas de sus rocas que destellan al sol como talladas en diamante. La cicatriz blanquecina de un sendero serpenteaba y se adhería a una de sus laderas, temerosa de precipitarse al vacío y, tras ascender con fatigas de moribundo, descubría un estrecho valle, húmedo y sombrío, alfombrado en primavera de musgo espeso y mullido del que brotaban árboles que contorsionaban troncos y ramas en una silenciosa danza mística. Gigantescos líquenes colgaban de los roquedos como cabelleras de druidas y un verdín negruzco enlutaba la piedra. Sólo las crestas más elevadas recibían la caricia del sol y, desnudas de vegetación, destacaban brillantes, aceradas, con un fulgor metálico y solemne sobre los jirones de niebla.
En contadas ocasiones, un viajero obligado a atravesar el inhóspito macizo refería su encuentro con alguno de los montañeses que habitaban el vallecito semioculto entre sus murallas pétreas. Eran gentes hurañas, desconfiadas, que rehuían el trato y procuraban hasta hurtarse a la vista del forastero, refugiándose bajo la hojarasca apenas detectaban una presencia extraña. De menuda estatura, casi enanos, de color renegrido y cabezas abultadas, vivían entre piaras de cerdos pequeños y hocicudos.
Nadie recordaba el oscuro origen de tan rara tribu ni se explicaba cómo habrían llegado a aquellos parajes casi inaccesibles, aunque por su aspecto parecieran haber brotado de la tierra. Hasta su lenguaje se reducía a gruñidos no muy diferentes de los emitidos por sus animales.
Durante uno de aquellos largos y durísimos inviernos de aguaceros helados y tormentas de nieve, un tramo del estrecho camino, ya carcomido, se desplomó y con él, cualquier posibilidad de comunicación a su través. Se buscaron rutas por el llano aun a costa de bordear la cordillera, y ningún ser humano volvió a perturbar con su paso la silente quietud del valle escondido.
El tiempo pareció detenerse, sólo pautado por el paso de las estaciones, y las arañas del aislamiento tejieron su capullo de soledad en torno a la montaña, como preparándola para una increíble metamorfosis.
En los días que marcaban el final de cada otoño, al aparecer los primeros copos de nieve revoloteando como un ejército de polillas, los escasos habitantes del lugar se sentían invadidos por una especie de sopor. Con perezosos movimientos escarbaban en el espeso manto de humus y se ovillaban en la oquedad. Quedaban cubiertos por la abundante capa de hojas en putrefacción y, al cabo, una sábana de blancura amortajaba el paisaje. Los cerdos, protegidos por su áspero pelaje, buscaban abrigo en cuevas y hendiduras y también pasaban aletargados el terrible invierno.
Cuando los primeros rayos del sol primaveral desgarraban las nubes, ungían las cimas de acero y entibiaban el aire; cuando la corteza helada empezaba a fundirse, empapaba la tierra y resbalaba al fin en innumerables arroyuelos, pendiente abajo, y las hierbas atravesaban la raída alfombra invernal con sus diminutas lanzas verdes, los cerdos comenzaban a removerse, enderezaban las orejas y salían de sus refugios con un trotecillo vacilante, hozaban en la tierra y ponían al descubierto los oscuros cuerpecillos de sus amos.
Algunos presentaban excrecencias como tubérculos animados que poco a poco se desprendían adquiriendo su propia autonomía. Era, al parecer, su modo de reproducirse. Otros, en cambio, aparecían inmóviles y arrugaditos como pasas, pues no habían logrado sobrevivir al invierno. Entonces sus animales cumplían con la tarea de hacerlos desaparecer, en un extraño círculo simbiótico, de modo que nadie hubiera acertado a determinar quién criaba a quién.
Pasaron muchos, muchísimos años. En cada despertar primaveral, los movimientos de aquellos seres se ralentizaban, se hacían más y más perezosos, hasta que, en uno de ellos, cesaron por completo; sus gruñidos ininteligibles desembocaron en la mudez más absoluta y sus extremidades se redujeron y anquilosaron paulatinamente. Sólo conservaron su rara propiedad de reproducirse bajo tierra mediante gemación.
En un proceso inverso al de esa especie de simios que, a través de milenios, sin que aún se sepa cómo ni con qué finalidad, alcanzó la humanidad, en estas criaturas se realizó una involución, otro capricho más de la extravagante Naturaleza: sus extrañas características y la total falta de relación con el mundo exterior terminaron por reducirlas al estado vegetal, si es que alguna vez hubo en ellas algo más.

«… Al menos, ésta es la leyenda sobre el origen del “shintao”, especie de trufa gigante de forma y tamaño que recuerdan a un recién nacido en posición fetal, a la que los chinos atribuyen propiedades casi mágicas. Eran buscados, como ocurre en Europa, por cerdos adiestrados, de la raza autóctona de las montañas, descendiente de aquélla de largos hocicos y pelaje oscuro.
Su escasez y las dificultades de acceso a su lugar de crianza, –un determinado lugar entre las Montañas de Kuen-Lun-, los hicieron muy apreciadas entre los emperadores y miembros de la nobleza más selecta de la Ciudad Prohibida. En textos antiguos se describe su sabor, que iba tomando cambiantes matices en el paladar, desde el levemente dulzón de la carne ¿porcina?, hasta el delicado y oloroso de los bosques umbríos, el puro de la nieve y el picante y especiado del misterio de su origen. La sensualidad oriental le otorgaba enloquecedores poderes afrodisíacos, preparado de cierta manera de la que, por desgracia, no ha quedado fórmula escrita. Los primeros que se recolectaban eran ofrecidos en los templos a los dioses de la tierra.
Durante la Revolución Cultural el presidente Mao prohibió su búsqueda y consumo, por representar un símbolo de los privilegios de una elite corrupta. Los mitos sobre el “shintao” han despertado la curiosidad de Occidente y, aunque algunas empresas extranjeras han manifestado interés comercial, todos los intentos de aclimatación y cultivo fuera de su hábitat natural han resultado infructuosos. En la actualidad, una comunidad de monjes establecida en el lugar vela por la preservación de esta rara especie».
(De la Enciclopedia del Jamisonnian Institute of Scientifical Research).

Y sin embargo, si en ellos habitó alguna vez una chispa divina, un átomo de la Suprema Voluntad; si en sus arcanos designios estuvo alguna vez destinarlos a algo más noble y elevado que servir de delicatessen en las mesas y los tálamos imperiales; si sólo fue su mala suerte la que hizo que el Cromagnon les tomara la delantera, es posible que ese minúsculo germen latente subsista aún, como los granitos de polen que impregnaban las vendas de las momias antiguas, como las semillas de trigo encontradas en el puño de la princesa egipcia, muerta y enterrada hace miles de años, que consiguieron brotar a la vida atravesando los abismos del tiempo, de la destrucción y de la nada.
Quizá aguarden un milagro, una resurrección. Tal vez su destino fuese reservarse hasta que la estúpida raza humana haya cumplido su ciclo y complete su proceso hacia la autodestrucción. De ahí que se hayan resistido a adaptarse al “cultivo” (¡qué inapropiado e irrespetuoso el término!), que permanezcan en el útero protector de sus montañas, esperando, esperando…
Entonces, ese día, después que las decenas de hongos ardientes hayan elevado sus sombrerillos sobre el solar calcinado de las ciudades; cuando, varios siglos después, se desvanezca la nube de polvo que anuble el sol, y lluvias mórbidas aneguen de nuevo las cubetas de los lagos, secos hasta sus cimientos; cuando extrañas mutaciones en la materia orgánica originen nuevas especies, y la tierra vomite ejércitos de hormigas y del mar salgan peces anfibios, entonces, sólo entonces, los “shintao” despertarán de su letargo y tal vez recordarán, con una especie de memoria atávica, que una vez fueron algo más que una línea fallida de la evolución.
O mejor no. Sin el lastre de las erróneas experiencias pasadas, iniciarán a lo largo de milenios su lento caminar –uno más de los que la Tierra ha sido mudo testigo- y crearán quizás otras formas de comunicación en idiomas que ahora no podemos ni imaginar y otras formas de expresar la belleza con notas inauditas y colores ultraespectrales.
Ninguno de nosotros estará allí cuando esto suceda, pero nos hemos impuesto como misión protegerlos de la ambición, la avaricia y el exterminio. Y quién sabe si nuestros constantes rezos y cánticos y palabras de paz se infiltren bajo la tierra y lleguen a sus sentidos, atrofiados por siglos de autismo, y puedan renacer con un alma más pura, más piadosa y más compasiva que los hombres a los que sustituirán…

Yo, el monje Tsung-He, así lo creo y éste es mi desafío.