III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


23 febrero - 2006

8- La sala de Espera. Por La rana de la Calavera

Aquel mes de enero, todos los martes a las cuatro de la tarde, cualquier persona podría haberme encontrado en la sala de espera del Dr. Rovira, una amplia estancia con varias mesitas llenas de revistas, y grupos de sillas azules de diseño entre ellas.
El primer día, elegí sentarme en la silla situada en el rincón a la izquierda de la entrada, de frente a la puerta, era una de las que estaban libres. Me pareció un lugar discreto desde donde observar la entrada con un simple movimiento de cabeza, y poder controlar la aparición de la enfermera para citar al próximo paciente. Mientras esperaba, decidí refugiarme en mi libro. En aquella ocasión el libro escogido era Viaje a Salamanca. Una bonita historia de Raffaele Nigro, una especie de “congreso de la fantasía” donde los escritores del siglo XX, muertos y vivos (desde Pirandello a Tomasi de Lampedusa, desde Canetti a Calvino, de Brosdskij a Choukri, de la Duras a la Djebar, de Hrabal a Hedàyat, de Lorca a Dalí), se reunían en el Paraninfo de la Universidad para homenajear a Miguel de Unamuno, y allí relataban sus historias en un intento de reinventar la vida delante del féretro que contenía los restos del propio Unamuno.
Un libro apropiado para ese mes de frío por ser de pequeño tamaño, me cabía en el bolsillo del abrigo y apropiado también en cuanto al ritmo, eran relatos cortos y pensaba leer una historia en cada espera, y así tener un compañero todas aquellas tardes de los martes.
Pero en esta vida, una cosa es lo que uno se planifica y otra lo que el destino le depara.
La primera tarde todo comenzó según el plan previsto. Tengo por costumbre, o por defecto, se un “adelantado” y suelo llegar a los sitios unos diez minutos antes de la hora que me fijan. Había calculado un promedio de veinte minutos de retraso en cada visita (calculo hecho sobre la base de que era de los primeros pacientes citados en las horas de tarde, la consulta según me enteré comenzaba a las tres y media). Total, mi estimación de tiempo útil para leer era de una media hora antes de cada visita. Si tenía suerte y lograba involucrar a mi imaginación en la aventura del Paraninfo, mis tardes de los martes no solo estarían marcadas por el recuerdo del sonido de odiosas turbinas perforando las entrañas de mi maxilar, del frío líquido que una bonita ayudante irriga sobre mis pobres dientes maltrechos e hipersensibles, y ese cabrón de aspirador que intenta adsorberte la lengua en cuanto la mueves.
Deseaba convencerme, como mecanismo de autodefensa, de que cada tarde iba a leer mi relato correspondiente. Intentaba seducir a mi cerebro, convenciéndole de que al menos durante media hora, iba a dejar correr mis pensamientos por aquel maravilloso escenario imaginario, el Paraninfo de la Universidad con Unamuno de cuerpo presente. Esa tarde estaba tan inmerso en el relato, que pude oír como el primero de los ponentes que subía al estrado, nada más ni nada menos que a D. Luigi Pirandello, que expresando sus reticencias sobre aquel experimento comenzó diciendo:
– Se debe hacer y se hará -dijo como para sí mismo-. ¡Pero la única momia que ha resucitado verdaderamente desde que el mundo es mundo, ha sido la de Lázaro! -una voz grave, engolada, resonó rompiendo el silencio.
En estas tesituras se encontraban mis neuronas cuando otra voz, esta vez terrenal, me interrumpió aquella escena inmejorable.
– Perdone… ¿Usted es la primera vez que viene? -me preguntó susurrante, un hombre que hacia unos instantes se había sentado a mi lado izquierdo.
Giré la cabeza para responderle, y en esas décimas de segundo tuve una impresión extraña, no fue su físico lo que me sorprendió, fue su compostura.
– Si, a esta hora. Respondí brevemente.
Aquella forma de estar sentado, con la espalda encorvada, y su cabeza girada hacia mi ladeada, hacía que su mirada profunda se cruzara con la mía desde un plano inferior. Permanecía con las manos juntas, unas manos blancas con finos y largos dedos entrelazados, unas pequeñas muñecas perdidas en los enormes puños de una camisa de color blanco. Vestía un traje color tierra y una corbata en tonos verdosos.
Calculé que su edad superaba los ochenta años.
Desde aquella ocasión siempre que estuve con él le vi con la misma ropa, fui consciente de ello cuando tuvimos nuestro tercer encuentro, y eso hizo que me fijara más detenidamente. Siempre vestía igual, pero impecablemente arreglado, limpio y planchado, olía como un niño recién lavado, me recordó a esas colonias frescas, infantiles, con aromas de lavanda.
Aquella tarde mantuvimos una leve conversación, palabras de cortesía, yo procuraba volver a mi libro pero después de unos minutos volvía a interrumpirme, siempre de forma muy educada y en voz baja, para pasar desapercibido por el resto de personas que esperaban en la sala de espera.
La enfermera se asomó a la puerta, pronunció mi nombre. Me levanté y me despedí de él con un:
– Hasta otro día…
El martes siguiente, unos minutos antes de las cuatro, siguiendo mi plan, me acomodé en el mismo lugar de la sala de espera. Un par de personas ocupaban sillas en lugares opuestos e hicieron un leve gesto de saludo, cuando dije- Buenas tardes…
Abrí mi libro y me introduje de nuevo en el Paraninfo de la Universidad, Pirandelo había terminado la exposición de su relato, lo que había generado múltiples aplausos entre la audiencia, pude ver como el príncipe Tomasi di Lampedusa, emocionado, se levantaba de su asiento y se dirigía al encuentro con Pirandelo, felicitándole con un efusivo abrazo por su relato. Borges también rompía el silencio. – ¡Jamás un narrador debería consentir que el cine lo embridara! ¡Sólo la narrativa es para el lector el lugar de la libertad de reinventar! –añadió en voz alta y pidió la palabra para ser él el siguiente orador.
Me encontraba inmerso en la historia de Boiardo y la caja de los tesoros, cuando sentí que a mi lado se acababa de sentar alguien, me hice el despistado pero por el olor supe de quien se trataba.
-Buenas tardes señor Velasco –me dijo, con su característica voz.
-Buenas tardes…-le respondí, sin mucho énfasis.
Miré el reloj… las cuatro y cuarto. La misma hora que el otro día –pensé. ¡Conoce mi nombre! Claro, oyó pronunciarlo a la enfermera el día pasado –reflexioné.
– Mi nombre es Severino Conde, perdone que le moleste -continuó susurrando, mientras ladeaba su cabeza para acercarse a mí- veo que continua con su libro.
La voz de la enfermera pronunciando de nuevo mi nombre, sonó como la campana de un ring de boxeo y puso final a la conversación recién iniciada.
Esa tarde se me pasó como si no hubiera existido, no recordaba las fresas perforadoras, no recordaba ni mi regreso a casa. Mi cabeza se había quedado embotada con una pregunta ¿quién coño era el tal Severino? Quien era aquel anciano que llegaba siempre veinte minutos mas tarde que yo, se sentaba a mi lado, y no me dejaba continuar mi libro. Su hora de llegada también me desconcertaba, pues las horas de mi dentista eran de treinta en treinta minutos, a horas en punto y a y media.
Estuve toda la semana dándole vueltas a estas cuestiones, deseaba que llegara el siguiente martes para preguntarle al dentista, quería conocer quién era aquel personaje. Pero por otro lado, una curiosidad morbosa me decía que esperara, que era un hombre muy educado y que podía ser interesante conocer su misterio.
Ese martes llegué a mi hora habitual, acababa de entrar en faena viendo a Borges relatando como Astolfo a la grupa de Hipogrifo alcanzó la isla de Morgana en la cara oculta de la luna, y como gracias a la rapidez de su caballo alado sustraía aquellos tesoros , oros, gemas, platas y perlas…
-Buenas tardes señor Velasco -Oí que decía desde la puerta, la voz de siempre.
Esa tarde yo era él único paciente esperando en la sala. Don Severino, caminando lentamente, atravesó la estancia y se sentó a mi lado como siempre, de reojo examinó la portada de mi libro y sin darme apenas tiempo a saludarle, directamente me preguntó ¿de qué trata su libro?
Tarde unos segundos en responderle, de nuevo consiguió sorprenderme, miré mi reloj y solo eran las cuatro, esta vez se había adelantado a su hora de llegada habitual. Estuve a punto de no responder pero no pude, mi curiosidad por el personaje y mi educación no me dejaron hacer lo que por otra parte era mi deseo.
– Es una historia interesante, el autor nos relata una especie de congreso de escritores vivos y muertos que se reúnen en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, delante del féretro de don Miguel de Unamuno, para, a través de sus relatos, reinventar un mundo capad de generar otros mundos…
– Yo conocí a don Miguel de Unamuno –me interrumpió. Sí, le conocí en Salamanca en el año treinta y cinco, cuando regresó como rector, nos dio una conferencia en la Universidad pontificia donde yo estaba haciendo un curso para el doctorado en teología –continuó con voz emocionada- Don Miguel, era un hombre profundamente religioso y eso le costó posteriormente el destierro.
Sus palabras salían con un ritmo, que no me dejaba espacio para la respiración, parecía como si no quisiera darme opción a interrumpirle, y así prosiguió con su historia, hasta que fui citado por la enfermera.
¡Joder! Que tarde… resumiendo, me acababa de contar que había sido cura, que había estudiando teología en Salamanca, que durante la guerra colgó la sotana y se pasó al ejercito republicano, que escapó por Portugal y regresó a España por Galicia, que lo hizo el día que se enteró que los nacionales habían fusilado a su padre en Zamora, de donde era natural, y que él había jurado vengar esa muerte. Todo esto en los diez minutos que estuve con él. Esa noche no pude dormir, y durante toda la semana esperaba con impaciencia la próxima cita. Ahora los papeles se habían invertido, yo era el que iba a comenzar a hacer las preguntas.
En la siguiente cita, llegue como siempre, esta vez sin mi libro, me senté en mi silla de siempre y comencé a ojear una revista. Cinco minutos después llegó don Severino, me saludó, se sentó a mi lado y esta vez fui yo el que impaciente inició la conversación.
-Por favor, don Severino, continúe, que pasó…
-Haremos una cosa –me respondió- como no quiero que nos interrumpa la enfermera, vaya a la recepción, hable con ella y anule su hora, le espero en la cafetería de la esquina, según se sale a la derecha, en la mesa del rincón tomando un café, allí continuaremos hablando. Dicho esto, se levantó y abandonó la sala sin esperar mi respuesta. Yo no salía de mi asombro, él daba por aceptada su proposición, y yo no podía hacer tal cosa, esa tarde estaba citado para probarme una pieza que tenía que haber llegado del laboratorio protésico.
Decidí quedarme y continué ojeando la revista, hoy que no había traído mi libro, resulta que era el mejor día para leer y lo estaba desaprovechando.
– Perdone señor Velasco –interrumpió la enfermera- tengo que decirle que tenemos que anularle la visita que tenía programada para hoy, acaban de llamar desde el taller protésico para decirnos que no han salido bien las pruebas, y que las tendrán dentro de dos o tres días.
-Está bien, entonces ¿me puedo ir? O tengo que quedarme para alguna otra cosa –contesté.
– Puede irse, las pruebas las haremos el próximo martes a la misma hora ya se la hemos reservado.
-Perdón señorita… ¿puedo preguntarle una cosa?
-Por supuesto ¡dígame, señor Velasco!
-Este paciente que acaba de salir, Don Severino Conde ¿quien es?
-Perdón… ahora… no ha salido nadie.