III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


23 febrero - 2006

7- Amanecer blanco. Por Marina

—Dos, tres de cada diez, esos son los resultados que se están obteniendo en los últimos años, no son estupendos, pero menos es nada, usted me ha pedido la verdad, lo siendo. Esa es la verdad.
Mateo le sostuvo la mirada desde sus ojos turbios, entrecerrados; las arrugas de sus muchos años se marcaron aún más en un rostro desencajado, que luchaba por no derrumbarse. Tragó aire y saliva en un doloroso intento de recuperar las palabras que, sabía, debía decir.
—Gracias doctor, volveré en unos días, cuando ultime mis cosas.
Esta conversación con el médico había sido el final de una serie de análisis y pruebas a que Mateo se había sometido, alertado por una pérdida de consciencia y unas ciertas molestias que hacía un tiempo le acometían. El diagnostico era malo, muy malo; una cirugía, en cierto modo temeraria, que trataba de salvar –ya lo dijo el doctor, tres de cada diez-. O dejarse morir. Tenía que elegir.
Ya había vivido mucho y la vida no le había tratado mal, tampoco especialmente bien pero él no se quejaba. En primer lugar porque de nada servía hacerlo y luego porque, de lo que era de verdad importante, según había aprendido a través de su larga vida, lo tenia todo. Y al pensar en ese todo, sintió unos incontenibles deseos de llorar y lo hizo. Lloró durante un rato con profundos sollozos que le estremecían el pecho, con verdaderas lágrimas que se demoraban en las profundas arrugas de su rostro de viejo.
El todo que le ponía tan triste era Natalia. La que había envejecido a su lado, la que esperaba, en el silencio del patio trasero de su casita del pueblo, a que él llegase con los resultados de aquellos análisis. Su Natalia, la que tenía los ojos de un azul tan pálido, que a veces parecían transparentes. La que leía en sus labios los mensajes de la vida porque, hacía tiempo ya, había perdido la facultad de oír los ruidos del mundo; sólo le oía a él, a Mateo, captando sus palabras y sus miradas con la misma fidelidad que si las escuchara. La que tenía el rostro marchito, cruzado por el rictus de su eterna sonrisa aquiescente, adoptada “para no desairar”, cuando no llegaba a entender lo que le decían los otros. La que cuidaba tan amorosamente de Mateo como de las incontables macetas, verdes y olorosas que abarrotaban el patio. Sin olvidar a Carlota, la gata gris y perezosa que completaba la exigua familia, desde que los hijos se habían marchado a formar otros hogares, a vivir sus vidas. La Natalia que olía a albahaca y a hierbabuena de tanto mimar su jardín. La que tejía aquellos chales inmensos, abigarrados, en los que gustaba envolverse al atardecer y que acentuaban el dulce desmayo de sus ojos y su tez. A veces, alguna de aquellas labores se extendía, en forma de tapete, hasta las mesitas y los respaldos de los sillones, de modo que parecía que Natalia se repartiera por toda la casa, o que ella sólo fuera un trozo, aunque animado, de aquel hogar. Sin embargo, cuando intentó vestir a Carlota como si fuera una mecedora hubo tal desencuentro entre la gata y ella que tuvo que abandonar la idea para siempre. Mateo sufrió un verdadero sobresalto cuando se le acercó un día, agujas en ristre, manifestando su intención de tejerle una bufanda, pero Natalia fue discreta, le confeccionó una mantita de color gris, de tacto tan suave y caliente, como sólo –pensaba el viejo- podía haber salido de manos de su mujer.
Aún no entendía Mateo como ella podía transmutarse tan fácilmente en abuela cuando, muy de tarde en tarde, llegaban los nietos a visitarles, eran unos niños preciosos y muy, muy traviesos. En sus juegos saltaban por sobre las macetas, el bien más preciado de Natalia, tronchaban ramitas, rompían tiestos con el balón, perseguían a la gata….Todo ese desorden no parecía importar a su mujer que se dedicaba a hacer para ellos tartas, trufas y empanadas. Les paseaba por todo el pueblo, a fin de que sus vecinos admiraran qué preciosidad de nietos. Y tejía, a toda prisa, para que los llevaran al marchar, primorosos jerseys o larguisimas bufandas, que metía satisfecha en la maleta de la despedida, como -recuerdo de la abuela-.
Luego, de nuevo solos, evaluaba los daños de su querido jardín; sujetaba ramas tronchadas, sustituía los tiestos quebrados, replantaba lo dañado en recipientes mínimos, que serían pronto grandes y lozanas macetas; y llamaba a Carlota a su regazo, tranquilizando sus recelos –ya estas sola de nuevo, son mis nietos gatita y son riquísimos-.
Mateo sentía un cariño inmenso por aquellos críos, sobre todo por el mayor. Aunque comprendía que estaba feo hacer distíngos, no podía evitarlo, había heredado la tez pálida, los ojos azules de Natalia y eso le hacía su favorito. Pero aún así, cuando marchaban, se acercaba sigiloso, como la gata, al regazo de su mujer y con la excusa de consolarla por la nueva soledad, la ovillaba entre sus brazos con su ternura torpe, hasta acompasarse con el ritmo de su corazón, hasta fundirse en su calor; y así quedaban, quietos y en silencio. Luego ella protestaba –¡viejo, viejo tonto!- y Mateo suspiraba y agradecía ser el dueño de tanta paz.
El hombre ahuyentó sus lagrimas a manotazos y se dedicó a hilvanar el discurso que debía soltar a Natalia, porque la decisión ya estaba tomada, pujaría por formar parte de aquel exiguo tanto por ciento de los que salían vivos. Sí, defendería hasta el final aquella felicidad que se le antojaba inmensa, más ahora que estaba a punto de perderla.
Se había hecho muy tarde, el sol abandonaba su atalaya y dejaba en su huía un mundo ceniciento y anaranjado, como el alma de Mateo, de luto y en carne viva. Asomada a la puerta entreabierta estaba Natalía, había alarma en su mirada azul y un ligero temblor en sus manos antiguas, salpicadas de manchas sombrías.
Como en un relámpago, Mateo vio que ese susto de ahora, era apenas nada al lado de lo tenía que suceder, sintió roto en añicos su hogar y la dulce paz de su Natalia. Comprendió que desde el momento que dijera aquello que tenía que decir, todo habría terminado, aún antes de que la muerte hiciera su labor. Y tomó una decisión sabia. La tomó con la seguridad de quien sabe lo que quiere. La cogió por los hombros y le habló vocalizando muy despacio, como siempre hacía, procurando llenarse los ojos de lo que quería expresar.
—Cuanto lo siento Nati, ya sé que estás preocupada pero ha sido el coche, ese dichoso trasto que me ha dejado tirado ahí, en medio de ninguna parte, he tenido que esperar que alguien parara y me empujara, y ya ves la hora que se me ha hecho.
—Pero, ¿qué te ha dicho el médico?, ¿has recogido los análisis?
—Ah, eso…No, no están todas las pruebas, parece que es cosa de la tensión pero aún tengo que volver dentro de unos días a repetirlas; no han salido bien o las habrán perdido, que sé yo…Mira lo que me preocupa es el coche, le falla el motor, creo que es cosa de la correa …
A medida que Mateo daba detalles sobre el destartalado vehículo, Natalia distraía su atención, fue a la cocina para apartar algo del fuego, llevó el abrigo del hombre hasta el perchero, miró de soslayo por la ventana. Sí, él la conocía bien, no hubiera podido resistir más preguntas sobre el hospital pero podía aburrirla con la mecánica. Y eso hizo.
—Ve al taller de Antonio, que te busque otro coche, no puedes estar siempre con averías y líos de esos. ¿cuándo te darán por fin los resultados?, ¿qué tenías de tensión?
—Tendrás que poner menos sal en las comidas y veremos si no me hacen tomar de esa leche que parece aguada, y un régimen y unas pastillas,,, En unos días me citarán de nuevo. No es nada, Nati, por ahora no te libras de mí.
Los días siguientes, Mateo desplegó una gran actividad. Fue a la ciudad de nuevo, llevando una carpeta de papeles amarillos e importantes. Visitó a un señor notario que le escuchó, asintió y le hizo firmar otros papeles más blancos que los antiguos y también importantes. Llegó a casa con un periquito verde y azul y lo guardó en la jaula que colgaba de una púa en la pared del patio, donde envejecía un limón, que en su día vino a sustituir al otro periquito, muerto silenciosamente una mañana de invierno. Natalía dijo que la jaula vacía le daba frío y colocó allí un hermoso limón terso y amarillo, hasta que Mateo trajera otro pájaro. Y Mateo lo había olvidado durante mucho tiempo. Pero ahora lo recordó todo. El nuevo periquito, el alpiste, las zapatillas de los grifos, que goteaban a veces, el aceite para las cerraduras chirriantes y la despensa, que se vio colmada como si fueran a venir los nietos.
Una mañana, cuando ya todo estuvo listo, dijo a Natalia que había quedado con Antonio, el del taller, en ir a ver un coche seminuevo, que estaba bien de precio. No vendría a comer, las cosas de los talleres suelen ser pesadas, así que no debía ponerse nerviosa si tardaba. Mejor ir a visitar a la vecina para entretenerse…Luego la estrechó despacio, la besó junto a los ojos, ahí donde duermen los años, y antes de que se extrañara demasiado, le pellizcó la grupa para que ella fingiera enfado y le llamara, como siempre –viejo tonto-.
Después caminó de espaldas, para ver la puerta con su sagradocorazón, el porche encalado, la palmera enana. Y se metió en el inocente coche que había sido tan injustamente denostado y fue hacía la ciudad.
—Si sale mal, ¿para qué saberlo de antemano? Y, si me libro, ¿para qué asustarla?
Ya en el hospital, Mateo se vio rodeado de batas blancas y batas verdes, se sintió tristemente importante, era el objeto de la atención de todos. Miró las caras que desfilaban a su alrededor y escogió a una mujer que tenía pechos de matrona y sonrisa triste:
—Necesito que usted me haga un favor.
Y después de hablarle brevemente, entregó a la enfermera, que le miró con ojos asustados, un papel doblado.
—No olvide que es completamente sorda, ¿lo hará?
La mujer dominó su asombro, asintió varías veces
—Tranquilo, haré su recado, en cualquier caso.
Luego, alguien se mostró muy interesado en saber la edad de Mateo, la de su mujer, los nombres de sus hijos, de sus nietos…Se durmió dudando si había mencionado al segundo de los críos, porque solía olvidarlo a veces…..
Y tuvo un sueño apacible. Estaba tumbado sobre el césped húmedo y oloroso de un prado desconocido, la brisa tibia llenaba sus pulmones y le acariciaba el rostro; a su lado había un estaque pequeño, lleno de ovas y nenúfares, en la superficie del agua se reflejaba la cara vieja de Mateo, y a su lado, el rostro pecoso y las trenzas pelirrojas de su primera novia; de aquella chiquilla con calcetines que le había hecho perder el sueño y el apetito por primera vez. No quería moverse para no alterar aquella imagen, pero alguien tiró una piedra al estanque y todo se rompió en ondas rápidas y concéntricas. Y ya no había césped ni estanque, sólo un cielo blanco, demasiado blanco para ser cielo. Porque sólo era el techo repintado de una habitación de hospital.
—¡Mateo, Mateo, despierta, mírame¡
Y allí, casi encima de él, haciéndole gustar sus lágrimas, ¡tan saladas!, estaba la cara marchita de Natalía, sus ojos azules, casi líquidos, ¡tan asustados!, sus manos temblorosas, apretando las añosas manos él.
—Viejo tonto
Y Mateo comprendió que había tenido suerte, que aquello era otra vez la vida. Su maravillosa vida.