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134- En la máquina del tiempo. Por Ludwig Khan

En pocos días se cumplirá un año desde aquella tarde inolvidable en San Juan de Luz. Entonces hubiera deseado detener el tiempo y quedarme para siempre en ese equilibrio alcanzado. No quería ningún cambio, no necesitaba nada más y odiaba pensar en un futuro incierto donde nada podría volver a ser igual. Sé que es estúpido mirar al pasado y vivir en un permanente estado de dolorosa melancolía. Lo común, lo normal y la única salida, es pasar páginas olvidando los capítulos que quedan atrás. Sin embargo, me pregunto como somos capaces de olvidar todo lo pasado y construir un  nuevo presente. Sé que no hay elección, pero aún así no deja de sorprenderme nuestra cruel capacidad para sustituir a unas personas por otras y amontonar experiencias sobre las cenizas de recuerdos todavía cercanos. Quizás a mi me cueste más que a la mayoría de las personas y es por ello que decidí finalmente visitar a Helena en Ginebra, aún sabiendo de antemano que todo iba a ser diferente.
 
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            Encontrar entre un hostil ejército de almas desconocidas y ajenas a alguien que comparte y entiende la esencia misma de tu naturaleza, puede llegar a parecer algo más que una agradable coincidencia. En ese caso improbable todo transcurre muy rápidamente, como si esas dos personas unidas casualmente se conocieran ya de mucho tiempo atrás.  Así fue con Helena. Poco después de conocernos habíamos comprobado ya con sorpresa e inusual alegría las increíbles coincidencias de nuestra manera de ser y pensar. Hablábamos un lenguaje común, no sólo con palabras, sino con silencios y miradas. Contarnos secretos fue fácil y nos unió, sobre todas las cosas, la común certeza de sabernos narradores de la vida más que actores principales. La literatura era nuestra razón de existencia y el único camino para poder expresarnos. Sabiendo eso, todo resultó más fácil, como suele ser para los afortunados protagonistas de alguna historia inventada.
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           De Samuel Beckett fue la primera y única representación que juntos contemplamos y donde iniciamos el tímido primer contacto de nuestras manos. La segunda obra que planeamos ver transcurrió finalmente sin nuestra presencia. Mientras los actores interpretaban su papel, nosotros vivíamos la experiencia más sincera y plena de nuestras vidas. Sentirla junto a mí, no sólo su cuerpo, sino toda ella ; saberla aceptar mi invasión y gozar con la suya, experimentando por fin el acercamiento total y sin reservas de dos seres entregados por igual ; es algo que no se puede olvidar. Entonces daba igual el tiempo y los malditos relojes que nunca van hacia atrás. Sólo mirarla me hacía feliz y no podía concebir el futuro más allá de la luz de sus ojos. Me preguntaba como había podido vivir tan ciego, caminar tan solo…
 
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Helena, al igual que yo, no creía en la duración del amor. El nuestro tampoco duró. Ni siquiera veía posible transformarlo en amistad. Yo deseaba poder hacerlo, pero tenía grandes dudas al respecto. Temía que al alejarnos el uno del otro todo acabara convirtiéndose en un contacto artificial, un ridículo intento por seguir adelante de cualquier manera, por no saber sufrir y olvidar. A pesar de todo, decidimos finalmente continuar nuestra relación en un plano diferente y en la distancia, por circunstancias de la vida. Con el paso del tiempo empecé a considerar un nuevo encuentro aún sabiéndolo peligroso, porque podía estropear los inmejorables recuerdos. Nada podría igualar lo ya vivido, cualquier intento no sería sino una absurda imitación de lo que sólo puede ocurrir una vez. Por eso, de camino a la estación, me asaltaban los temores de saberme cerca de volver a verla, a punto de añadir nuevas páginas ya sin sentido a una obra totalmente concluida.
 
 
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              Es una sensación difícil de explicar. Tras dejar atrás nuestra historia y tantos otros recuerdos, no me veía capaz de volver a vivir algo semejante, con la misma pureza, con la misma intensidad. Todo ya me parecía artificial, una burda pantomima, un intento por seguir actuando sabiendo con certeza las flaquezas del guión. Me sentía un farsante, fingiendo encontrarme a gusto en mi nueva situación. Era perfectamente consciente de haberme vuelto a alejar de la verdad. Mis párpados, que Helena abrió con sabiduría, se cerraban a la luz una vez más. No obstante, luchaba por volver a encontrar sinceridad, aunque volvía  a sentirme como el único invitado a la fiesta de máscaras renunciando voluntariamente a su disfraz.
 

 
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            Sé que después de mí hubo otros, como también hubo otras para mí. Aceptaba que seguir  hacia delante debía ser lo natural. Pero pronto besando otros labios eché de menos los suyos y por encima de todo el entendimiento y la cercanía que con ninguna otra sentía. Creía que pronto experimentaría de nuevo la alegría de encontrar a  alguien especial, pero no siendo así mi mirada volvió hacia atrás, buscando la comprensión y el misterio tan difíciles de volver a hallar.
 

 
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            Había decidido ir en tren, no solamente por razones económicas, sino también para tener más tiempo para pensar y prepararme al reencuentro. Me torturaba la idea de estar cometiendo un grave error, una equivocación irreparable ; y extrañamente temía más las consecuencias sobre el pasado que sobre el futuro. Porque aunque el pasado ya no podía cambiar, intentar un nuevo acercamiento y fracasar sería como estropear la historia en su totalidad. Este acercamiento no tenía por qué tener el carácter amoroso de antaño. Me conformaba con comunicarme adecuadamente con ella y volver a sentirme escuchado y comprendido con aquella rara facilidad…
 

 
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           Mis compañeros de viaje pasean tranquilamente por los pasillos del tren antes de entrar a dormir en el compartimiento. Yo decido acostarme el primero, evitando las incomodidades de hacerlo a oscuras y en silencio. Ya tumbado en mi litera me dejo llevar por el monótono sonido del tren avanzando en la noche y muy pronto los chasquidos eléctricos y veloces se transforman en suaves ritmos de mar…
 
            Juntos contemplamos las olas romper en la orilla. Siempre hay algo mágico en ese ir y venir sin descanso. Desde muy pequeño solía mirar hacia el mar, escuchando los murmullos del agua viniendo y volviendo hacia atrás, obedeciendo a fuerzas invisibles de irresistible poder. Me fascinaba pensar en ese suave movimiento iniciado mucho tiempo atrás y jamás detenido ; resistiendo al tiempo más allá de todo momento, más allá de ella y de mí. Pensé entonces en olas muy lejanas visitando aquél lugar cuando aún ni siquiera nos conocíamos y en olas futuras por venir, revolviendo las piedras y la arena cuando ya estuviéramos lejos, quien sabe si juntos… Sabía bien que pasara lo que pasara, el mar permanecería.
 
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          Nunca prometí amor eterno. Helena tampoco me lo pidió. No olvidaré una mañana en que parecía triste. Poco antes me había preguntado que esperaba yo de ella. Mi respuesta le debió desconcertar: «Nada» – dije – . Pensó quizás que yo jugaba y que ella me importaba poco, pero como le aclaré, no era cierto. No esperaba nada porque no tenía planes de futuro, el presente me bastaba y me llenaba. Quería vivir ajeno y olvidar que esos momentos pasarían, que nada se detiene, que es inútil mirar atrás… Me asustaba pensar en el futuro, imaginar dónde nos colocaría el paso del tiempo, qué habría ocurrido…
 

 
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            Algo se escapaba ya a borbotones sin remedio. Juntos reíamos y disfrutábamos pero a veces lo sentíamos dolorosamente; temíamos en los años por venir recuerdos de días que ya nunca regresarían. Quisimos anclarnos y resistir, esperar la tormenta, desafiar los vientos huracanados y nadar contra las olas salvajes del Tiempo. Nada que hacer. Imposible detenerse, imposible volver atrás y recuperar lo que de nosotros mismos queda condenado al olvido. Aprendimos a dejarnos llevar, flotando sin resistencia hacia el destino final.
            Algo se escapaba ya a borbotones sin remedio. Juntos reíamos y disfrutábamos pero a veces lo sentíamos dolorosamente; temíamos en los años por venir recuerdos de días que ya nunca regresarían. Quisimos anclarnos y resistir, esperar la tormenta, desafiar los vientos huracanados y nadar contra las olas salvajes del Tiempo. Nada que hacer. Imposible detenerse, imposible volver atrás y recuperar lo que de nosotros mismos queda condenado al olvido. Aprendimos a dejarnos llevar, flotando sin resistencia hacia el destino final.
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           Fue como una señal, y ya en aquél momento yo supe interpretar todo su triste significado. Nos habíamos despedido después de comer. Al final Helena lloró, a pesar de que no quería hacerlo. Coloqué la rosa roja que me regaló en un vaso con agua junto a la ventana. Tumbado en mi cama la observaba y me preguntaba si podría recobrar su anterior frescura. Me esperaba un día difícil. Pensaba en mi futuro, en nuestro futuro. El día transcurría lento, las horas se hacían pesadas y el aire olía a su recuerdo. Trataba de imaginar lo que estaría haciendo, que estaría pensando, si estaría leyendo, si estaría sufriendo. Ya por la noche intenté distraerme un poco en el pub, pero no encontré a mi mejor amigo en su casa. Para verle tuve que esperar a la mañana siguiente. Al despertar miré la rosa y sentí una extraña alegría al comprobar que había resistido y que su aspecto era bastante saludable, aunque era consciente de que no podía durar mucho más. Cambiar impresiones con mi amigo fue un buen remedio para evitar oscuros pensamientos. Hablamos del futuro, de nuestros planes y también del pasado, porque no nos habíamos visto mucho últimamente. Volví a casa con él pensando en preparar mi equipaje. Nada más entrar en mi habitación busqué la rosa con mi mirada. Al no encontrar más que el vaso vacío miré hacia abajo por la ventana, buscándola en el jardín. No la encontré y nunca más volví a verla.
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           Ni siquiera en nuestros más felices momentos yo confiaba en poder mantener nuestra relación a distancia. Al volver a nuestros lugares de origen todo se precipitó demasiado. La herí sin quererlo y sé que lloró durante amargas horas sin consuelo. Después, por fortuna, pude recuperar su amistad y volví a desear abrir sus cartas y saber de ella otra vez. Yo mismo había acabado, por no ver mejor salida, lo que entre los dos un día iniciamos y aunque creo que no me equivoqué, no quería un adiós tan frío ni un final definitivo. Con la ruptura, trataba de evitar un mayor sufrimiento.
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          Mientras el tren devora distancias, mis sueños se liberan por fin de lejanos recuerdos y se empapan poco a poco de extraños símbolos y deseos. Antes de que llegue la hora de avanzar y dejar atrás lo conocido, antes de concluir un nuevo viaje hacia un entorno por conquistar, los vagones se sumergen en la más profunda oscuridad, y una sensación casi insoportable de vertiginoso mareo invade a cada uno de los pasajeros. Experimentan la ilusión de viajar en sentido contrario a una gran velocidad. Repentinamente, las tinieblas dan paso a una intensa luz y a un calor anormal. El tren vuelve a avanzar y se adentra lentamente en un angosto túnel transparente y de forma cilíndrica. Allí queda detenido, casi completamente cubierto por montañas de arenas finas y doradas que lo inmovilizan con suavidad. Tampoco es posible ya ir hacia atrás. Los dos extremos del estrecho tubo donde el tren permanece bloqueado, conectan con dos enormes cúpulas de cristal. Es un inmenso reloj de arena. Los pasajeros, aterrados, quieren salir al exterior y escapar. Si tan sólo pudieran ver dónde están, entender qué es lo que ha ocurrido…
 

 
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            Nada más bajar del tren deseo no haber llegado a Ginebra, sino a la pequeña estación de San Juan de Luz. Albergo la absurda esperanza de encontrar a Helena al final del pasillo, al doblar la esquina, sonriéndome y sosteniendo en sus manos una rosa roja recién cortada que permanecería y  jamás se marchitaría.