III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


16 marzo - 2006

119- Demonios al horno. Por Gutiérrez

El padre de Basilio Lobo deja atrás la ciudad. Conduce bajo la lluvia y, por primera vez, hace el recorrido hacia el internado. A su lado, el joven pasajero por el camino que lleva no sólo al castigo de una travesura, sino al destierro que hace levantar la casa cuando la niñez estorba. ¿Qué oculta el sumidero educativo que irradia tanta potencia?, ¿qué fuerza primitiva contempla Basilio desde la ventanilla? Los niños han guardado el secreto en los cuartos oscuros, al tiempo que lo han hecho tras las ventanas del monumental edificio, así como delante de la verja de este internado. La misma tristeza infinita, en derredor. La grieta por la que dejarles caer. Abismo fuliginoso. Foso en el que ahora Basilio se precipita solo. De modo que, al apagar el motor del coche, ni un crujido, sólo la miserable ejecución del reo en el patíbulo. Después, un soplo de aire frío, brioso, duro. Y ceño fruncido en el padre de Basilio que, visiblemente irritado, no oculta su aspereza cuando se despide de su hijo: “Pórtate bien, Basilio. Por una vez en tu vida sé bueno… ¡y, por Dios, ponte a estudiar que me tienes hasta los cojones!”, como si le lanzase un ladrillo.

Hundido en el asiento, los ojos del pequeño permanecen muy abiertos un buen rato. Como si al agrandarlos, estuviese asimilando. Como si al ensancharlos, estuviese adivinando, comprendiendo. Y al girar la cabeza, de repente, un paraguas y, bajo su ala negra, el joven director de la fortaleza. Gratitud en el apretón de manos al bajarse del coche, dos anchas frentes y un paraguas se entienden, cuchichean, asienten. Palabras sueltas. Palabras mojadas. Líquidas. Un beso rápido, el parabrisas se agita de un lado a otro cantando “adiós con el corazón”, en el vestíbulo, Basilio y su maleta.

– Basilio, ¿me estás escuchando?

– Sí, señor Director.

Pero Basilio no escucha ni media palabra, con frecuencia el mundo de los adultos no le hace compañía y le resulta imposible mantener una comunicación. Por eso sus palabras no se posan, se desvanecen por su garganta. Desaparecen a la manera del infante que no está inmerso en la nada, sino rodeado de los universos de antaño donde florece la magia. Cuando flotar es posible. Flotar… Agravios resueltos con diligencia, enigmas descifrados con inteligencia, aventuras de explorador, ¿o “viajar” por diversión? O por no tomarse la molestia de reconocerse a sí mismo como un niño corriente y moliente, semejante al resto. Así emerge, de espaldas a la realidad, Basilio convertido en leyenda, sensible a su misterioso destino, a la belleza del pasado, a la quietud de las cosas, sobre lugares remotos donde a nadie se le concede el privilegio de asomarse, entre quimeras flotantes. Y todo le parece superficial. Excepto verse vestido de guerrero cartaginés o de centurión romano, con armadura o con traje de superhéroe, las prendas que se le antojan entonces puras, prístinas, enigmáticamente delicadas. Pero esta vez no. Esta vez, Basilio, presente en el vestíbulo, está buscando la puerta de su celda para echarse a llorar.

No es precisamente allí a donde le dirigen, sólo viaja a ese destino su maleta, tan desvencijada por fuera como parece estarlo el dueño. Niño y maleta; desgreñados y cada uno por su lado. Si al menos hubiese permanecido la poesía entonces los rasgos de Basilio no resultan de difícil registro: casi rubio, menudo, ojos claros, piel bonita, piel de esponja, de fulgor o de vainilla, o por parentesco con aquellos retratos que visten de lustre a los tiempos litúrgicos. Sin embargo, también a la vista está que no es juicioso atender a la divina propuesta puesto que por su cabeza y vestimenta: ropa descosida, camisas arrugadas, calcetines caídos, abundante cabellera que recuerda a un matorral, no es atrevido suponer que le lucen los demonios al chaval. Impresión que tampoco pasó inadvertida en el barrio madrileño donde vivía, ni en el colegio para “niños caros” del que fue expulsado por cambiar los suspensos por aprobados.

Ahora, en la clase de treinta alumnos del Internado de los Padres Escolapios, el Director está haciendo los honores. Ahora también, toda una infancia magullada, estropeada. Aquí, camada de corta edad observando al compañero con descaro. Aquí también, los ojos de Basilio perdidos, extraviados.

– Basilio, ¿me estás escuchando?

– Sí, señor Director.

Basilio no recibe a las palabras, responde su contestador automático. Desde el escalofrío que le recorre el cuerpo, nuevos enigmas se le ofrecen flotando, ¿de qué color eran los sueños?, ¿cómo fue el esplendor de los inventos?, ¿cómo se ponía en fuga la respiración? Pero ni siquiera el absoluto silencio que parece haber en el aula le permite salir airoso de su jardín de posibilidades. Al regresar, disimulo en la primera fila que está llena de murmullos, de risas en el cogote y de un estrépito de sillas al deslizarse, dilatándose, para que Basilio tome asiento. Y al tiempo que la puerta, la voz del Director se cierra: “Gutiérrez, a la tarima, quiero ver en la pizarra los nombres apuntados de los que se porten mal. Gutiérrez, ya me entiendes”, dando un portazo. Silencio sepulcral. Si acaso el chirrido que tapa el ataúd y al peligro por anticipado. Pronto se descubre el rugido del tigre que, sin vigilancia, lanza una pelota de papel, dos, tres, cuatro, diez, con admirable puntería hacia el disciplinado Gutiérrez, que está sentado en la tarima y curado de espanto desde hace años. Luego sobreviene el aumento de la artillería escolar: lápices, reglas, cuadernos, libros de texto volando, aterrizando en la cabeza del recién llegado. Da igual que Basilio Lobo se agache o se esconda, ya se ha resuelto que él tendrá que batirse en duelo con Luis Gómez Robles “El tigre”, natural de Móstoles, séptimo curso y líder de los pesos pesados. Ya se ha tomado la decisión, y lo primero que se manifiesta en el encuentro entre el lobo y el tigre, por insólito que parezca, es lo poco equilibrado que está el mundo animal. Contacto extraño y mortífero de necesidad. Las relaciones entre las especies siempre han sido difíciles de analizar. Porque avanza desde la última fila el tigre de Móstoles que le da la bienvenida al lobo con este bello manejo de palabras: “¡Te voy a romper los dientes de un guantazo y luego meteré tu cabeza en el cagadero!”, demostrando lo bien que domina el tigre el arte de la amenaza. A Basilio, que ignora al energúmeno, no se le oye replicar nada. Sobre el pupitre y en la hoja de un cuaderno que le llegó antes volando y de prestado, se ha puesto a dibujar dos figuras y un castillo sin adornos. A un lado del fortín, la dueña; al otro, alertando de que está más que dispuesto a meterse en peleas, un capitán del ejército español. Pero el tigre no se fija en el dibujo, se relame inclinado frente al enemigo, y lo que hace es alzar la mano de martillo para dejarla caer en el hocico del lobo. Bofetón que nunca llegará a destino por gentileza del lápiz de Basilio que, en singular dardada y clavado en la sien de Luis Gómez Robles, ha hecho diana en perfecto equilibrio horizontal, como si al tigre le hubiese nacido cerca de la oreja una antena de teléfono móvil. Un chaval entonces sale del estupor, da por finalizado el combate, lleva al tigre al veterinario y, al volver, apunta el nombre de Basilio Lobo en la pizarra con letras menudas. Sí, soy yo: Antonio Gutiérrez, el disciplinado, y aprovecho para presentarme como su más rendido servidor. Y aunque soy periodista y diplomático nunca se me ocurrió contar antes esta historia, ya que yo lo que siempre he procurado es olvidar mi estancia en el internado de los Padres Escolapios, sentado en la tarima y curado de espanto. Pero ahora rememoro el día en que conocí a Basilio Lobo; a su padre que vino a buscarle esa misma mañana y que se lo llevó muy lejos; a Luis “El tigre”, al que le dieron dos puntos a escasos milímetros de la sien y que cuando salió de la enfermería ya no fue el mismo por mucho que procuró mantener en el internado sus aires de matón, aunque apenas se dejó ver; y al Director que nos castigó a todos hasta fin de curso sin chocolate en la merienda. De golpe, me vienen los recuerdos uno tras otro. Y tendrán que pasar casi treinta años antes de volver a ver a Basilio Lobo con aspecto de maduro angelical. Está sentado en el “Café del Mercado” del madrileño Fuencarral leyendo el periódico tan tranquilo, delante de mí. Mientras tanto, yo estoy escribiendo todo aquello, no sin cierta dificultad, sobre unas cuantas servilletas.

– Oye, ¿me estás escuchando?

Un hombre enorme, de pie, me enseña un cigarro.

– Que si me das fuego, que no llevo.

Me resulta vagamente familiar. No le tardo en contestar.

– Ya me perdonarás pero no fumo. Además en este bar no se permite fumar.

Mi dedo índice señala hacia el cartel del Ministerio de Sanidad que está pegado por todas partes, y mi gesto no le pasa desapercibido al fumador que me evalúa con su “Ducados” lentamente, midiendo lo que tardaría en darme una somanta de hostias crudas, supongo yo que el tiempo que suele tardar en fumarse un cigarro. Después le brotan dos preguntas cínicas: “¿Qué pasa, listillo?, ¿me vas a denunciar?”. A lo yo que le contesto que ni mucho menos, que por mí se puede fumar todas las cajetillas de las empresas tabacaleras nacionales o extranjeras, que yo no discuto por un pitillo, que yo no discuto por nada, que yo… Que yo siempre he sabido tratar a las bestias pardas y mantenerme alejado de ellas, por eso no debo merecerle la pena y me ha dejado hablando solo, soltándome una mirada de desprecio, mientras él se larga hacia la barra mascullando “pandilla de mamones” ya que nadie le hace el menor caso en la cafetería al farruco “Ducados”, ni un tímido mechero asoma entre las tazas de café. Además, al ponerse de perfil, cerca de la sien una fea y oscura cicatriz que se acerca, cigarro en boca, hacia la mesa en la que está leyendo Basilio, ajeno a todo. Y yo no sé muy bien el motivo, pero me he puesto a palpar una pluma grande, de esas antiguas, que guardo en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta.

– Rubio, ¿me enciendes el “cilindrín”?

Mucho antes de terminar la pregunta, un fósforo prende su cigarro, a continuación, se escucha el típico e incontrolado acceso de tos. Sin levantar la mirada del periódico, una galantería del caballero de la mesa: “¿Le duele esa cicatriz?”. Larga carraspera, ronquera, humo que le replica: “Estas heridas del colegio, machote, ni son cornadas ni son nada”. Cabeza alta, sostén de miradas; el hombre distinguido añade: “Supongo que le dolerá más cuando llueve, cuando llueve mucho, ¿verdad?”. Las volutas de humo negro se frenan en seco para protestar: “Ya te dije antes que no me duele nada”. La caballerosidad en alza señala: “Siéntese en mi mesa, por favor, pida lo que quiera”. Pero aparece el recuerdo y, puño cerrado, el fumador estalla: “¡Tú…Te voy a arrancar las entrañas y las pondré a asar en un horno, hijo del demonio!”. Carcajadas magníficas en la cafetería que más tarde le aseveran con elegancia: “Siempre has amenazado de lo lindo, tigre. No te apures, ya tendrás tiempo después”. Perplejo, la tosquedad interroga: “¿Después de qué?”. Y Basilio, sin perder la refinada compostura, responde: “Después de que salde una vieja deuda de honor. Quiero darme la satisfacción de romperle la cara al mezquino del internado que está escribiendo justo detrás de mí. ¡Chivato hasta la médula!”.

Ruido de sillas. ¡Demonios! ¡Me han reconocido! Por si alguien lee estas letras y como es costumbre del rendido servidor, quiero que sepa que acabo de dejar apuntados los nombres de mis criminales en esta servilleta.