III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


16 marzo - 2006

117- El cuchillo. Por Hank

El camello se acerca desde el otro lado de la pista sin apartar la mirada del culo de Rosa. La sonrisa de perro y el paso vacilante delatan un escaso suministro de oxígeno. Se detiene a un par de metros. Con los brazos en alto, como un banderillero, les ofrece la filigrana de un taconeo, que remata dos palmadas. Plas-plas. Se apoya en la barra y le tantea la mirada a Carlos. Después lo ignora. Se arrima a Rosa y sonríe. Las luces le sacan brillos a los dientes. Le roza las nalgas con la bragueta y le dice a la nuca:
―Si quieres un hijo con cojones, yo te lo hago.
Una descarga despierta a Carlos del sopor alcohólico. Rosa, perpleja, mira a su compañero, pero él finge no haber oído. El camello le da un par de toques en el hombro:
―Que le digo a tu hembra que si quiere un hijo con los cojones de su padre, yo se lo hago, ¿vale?
Carlos palidece a una velocidad asombrosa. Al verlo, Rosa vuelve la cabeza hacia el otro lado con un bufido.
―Es cosa suya ―murmura Carlos.
―¿Qué? ¿Qué dices, payo? Habla fuerte, coño, que no te voy a comer.
―Que si ella quiere tener, o no, un hijo tuyo, o de quien sea, es asunto suyo.
―Así se habla.
―Joder, Carlos… ―se queja Rosa. Se encara al hombre y le suelta:― Vete a tomar por culo, hijoputa.
―¿Qué has dicho?
―Vale, Rosa, no hace falta insultar ―interviene Carlos.
―¿Qué me has llamado, zorra? ―insiste el otro.
―Que te vayas a tomar por culo, cabronazo.
―Mira nena, soy un hombre y no les zurro a las mujeres, ¡pero a mi madre no me la menta ni Dios!
―Venga, tío. No le hagas caso. No hay que ponerse así ―media Carlos.
―¿Me lo vas a impedir tú, pringao? Venga, échale huevos.
Le golpea en el pecho con la palma de la mano. Carlos trastabilla.
―No quiero broncas aquí dentro ―se acerca el camarero―. Si queréis mataros, hacedlo fuera―. Se dirige al camello―: Ya sabes cómo están las cosas con la pasma, Julián, no creo que te convenga…
―Tranquilo, tío, que no pasa na, que éste y yo nos sacudimos en la calle como dos hombres, ¿verdad, payo?
―Paso de broncas ―dice Carlos.
―Venga, no seas mierda, sal y pelea por tu hembra.
―Te digo que paso de todo…
El otro se lo piensa un momento.
―¿Sabes qué, pringao? ―Le golpea repetidamente el pecho con el índice―. Te voy a esperar hasta que salgas, y entonces me voy a follar a tu novia y después me voy a comer tu corazón.
Se separa un par de pasos y les brinda otro taconeo antes de volverse por donde ha venido.
―¿Nos vamos? ―pregunta Rosa.
―Estamos bien aquí, ¿no? ―dice Carlos, como si no hubiera pasado nada.
―¿Aquí? Estás loco. ¡Vámonos!
―Vale, vale, ya nos vamos, en cuanto se despiste el hijoputa ese. Joder, no me quita el ojo de encima. ―Después dice con suficiencia―: No merece la pena jugarse el tipo con esa gentuza, son perdedores natos.
―Yo me voy.
―¡No! No te voy a dejar salir sola. Espera.
―¿Pretendes que me quedé aquí, con toda esta gente mirándome? Perdona, pero he sobrepasado mi dosis de humillación por hoy. No quiero más, gracias.
―Tomamos otra copa y nos vamos.
―Tómatela tú. Te espero, pero date prisa.
La mirada de Rosa no le infunde demasiado orgullo. Carlos esquiva los ojos del camarero cuando le pone otro ginlet.
El camello bromea con sus colegas al otro lado de la pista, y un par de veces lo señala a través de la cortina de humo. Los otros lo miran. Algunos se ríen, y él se imagina los dientes cariados y torcidos de aquella escoria. Otros empinan un poco la comisura de los labios sin abrir la boca.
Rosa fuma, nerviosa. Él busca una salida. Cuando el camarero se aleja a una zona solitaria de la barra lo aborda. Con dos pinceladas le pinta panorama intentando hacerle ver que su postura no es cobarde, sino sensata. El otro, que parte con destreza rodajas de limón con un cuchillo de grandes dimensiones, se mantiene en silencio; así que Carlos decide preguntarle directamente por la localización de una puerta trasera, si la hubiera.
―No hay más salidas, tío. Pero Julián es un bocazas…
Carlos ignora la observación.
―Es obligatorio tener salidas de emergencia ―le advierte.
―Ni se te ocurra… ―le dice el camarero amenazante–. Búscate la vida.
―Va muy ciego el hombre, tío. No se entera, y es capaz de cualquier cosa.
Le sale un extraño tono lastimero, pero no le importa demasiado, sus prioridades son otras ahora. El barman reflexiona un par de segundos antes de hablar.
―No te voy a decir lo que tienes que hacer, es cosa tuya, pero yo le pararía los pies y punto. Ya te digo que es un bocazas.
―Pero no está solo…
Un cliente al otro extremo de la barra reclama al camarero.
―Perdona, tengo trabajo.
―Pero escucha…
Se queda sin salida. Sabe ya nada puede frenar lo que se avecina. Por eso no puede dejar de imaginar que no ha pasado nada todavía y todo puede cambiar, como hace a menudo cuando las cosas ya han sucedido. Se ensimisma en esa fantasía mientras acaba la bebida. Cuando la precaución le hace volver la cabeza para localizarlo, el camello ha desaparecido. No está con sus amigos, ni en la pista…
Casi se caga cuando lo descubre al lado de Rosa. Sin saber qué hacer, observa de reojo. El tipo está apoyado en la barra. Habla y sonríe. Ella, sentada en el taburete, muy seria, con los ojos fijos en el cenicero, parece ignorarlo. La escena se mantiene unos minutos, hasta que, sin más, el hombre rodea su cintura por detrás y le hunde la boca en el cuello. Carlos apenas tiene tiempo de apartar la mirada cuando Rosa lo busca en aquel rincón alejado. Siente la saliva caliente en su propia nuca. Sin levantar la cabeza, da media vuelta y se precipita a los aseos.
A pesar de las arcadas no consigue vomitar. Se está remojando la cara en el lavabo cuando irrumpe el camello.
―Joder, payo, ya no aguantaba más.
Se saca la polla y la sostiene en la palma de la mano. Es grande y oscura. Un chorro gordo se rompe contra la pared del urinario, a medio metro de distancia.
―Uf, qué gusto. Si no llegas a entrar te traigo yo.
―¿Me necesitas a mí para mear, o qué?
El hombre vuelve la cabeza. La mirada le brilla, negra, entre los pelos de las cejas.
―Es que no quiero que te escapes, payo.
―Ya vale, hombre, qué perra te ha dado conmigo.
El caño del camello muere en el suelo cuando la presión disminuye. Deja el sexo colgando entre las piernas y se vuelve. Unas cuantas gotas se estrellan en las losas. El cuero negro de sus botas está salpicado de diminutas esferas.
―Mira, con esto voy a clavar a tu novia.
―Antes tendrás que matarme ―se oye decir, asombrado de su inoportuno impulso de valentía. El labio inferior le tiembla, descontrolado.
El hombre, sin guardársela, se acerca tanto que Carlos siente su roce contra el muslo.
―Podría rajarte ahora mismo, payo, pero primero me follaré a tu novia. Quiero que la veas gozar ―le dice mientras se la guarda y sube la cremallera―. Huele a hembra limpia, y me la voy a pasar por la piedra delante de tus morros. Después, te abriré la panza. ―Tocotoc-toc, tocotoc, tocotoc, trrrrrrrrrr-toctoc, tocotoc. Golpea los tacones contra las losas iluminadas por los neones, y se inmoviliza en una pose desafiante, rozando el pecho con la barbilla, como un torero provocando los pitones―. Te espero.

Cuando vuelve al bar, Carlos busca a Rosa desde lejos, con precaución. Ve al hombre con ella. Le está agarrando la garganta con una mano, y la besa. Ella parece dejarse, tranquila. El otro indaga desde distintas posiciones sin perder el contacto de sus labios, como si buscara una postura de mayor inmersión. Se empina para caer en picado sobre su presa, y Rosa emerge a su encuentro desde abajo. Después se separa, satisfecho, y cruza la pista en busca de sus compadres.
Carlos se sienta al lado de su novia y pide otra copa.
―¿No nos vamos aún? ―pregunta ella.
―No. Vete tú si quieres.
―Vaya. ¿Ahora te da igual que salga sola?
―Es más, lo preferiría.
―¿Y eso por qué?
Él bebe y no dice nada. Ella enciende otro cigarrillo.
―¿Cómo has podido besar a ese asqueroso? ―pregunta al fin.
―No lo he besado.
―¿Lo niegas? ―Se aferra a esa esperanza con entusiasmo― ¡Pero si te he visto con mis propios ojos!
―Me ha besado él.
―No veo la diferencia.
―Pues es evidente, no creo necesario explicártela.
―¡Pero qué mierda de excusa es esa…!
―No me estoy excusando. No quiero que nos suceda nada, ni a ti ni a mí, ¿está claro? Deberíamos irnos a la menor oportunidad.
―Pero, ¿por qué no te has negado?
―Va muy cargado. No puedo plantarle cara yo sola, ¿no te parece?
Carlos ahoga un gemido.
―Pero no puedo enfrentarme a él… sin nada. Lo sabes, Rosa. Si… si tuviera un arma, entonces…
―Olvídalo. Acábate eso, y nos vamos en cuanto se descuide.
Carlos, encogido, mira de reojo a los otros clientes de la barra. Titubea antes de alcanzar con la mirada el otro lado de la pista: el camello no lo pierde de vista. Una rodaja de limón naufraga en los restos del ginlet que se agota.
―Ya sé. Espera ―le dice a Rosa.
―¿Dónde vas ahora?
Busca el cuchillo que el barman había usado para trocear los limones. En un despiste del camarero se apodera de él. Se introduce el mango en el calcetín, y lo oculta con la pernera. Cuando vuelve al lado de Rosa un ligero furor aviva sus ojos.
―Bueno. Han cambiado las cosas, enseguida nos vamos. Si quieres, ¿eh?
―Ya no me sorprenden tus volubles reacciones, pero es algo que me enerva, Carlos. ¡Claro que tenemos que irnos! ―Pero duda, inquieta― Aunque no será fácil. Mira ―dice, señalando al hombre con los ojos.
Los compadres fuman y hablan entre ellos, pero Julián, al margen, con los codos apoyados en las rodillas, no aparta la vista de Rosa. Se le ha cristalizado la mirada. Ni parpadea.
―Se va a enterar ese cabrón. Verás.
Ella lo mira sin dar crédito.
―¿Pero qué dices…?
―He cogido un cuchillo.
―Lo que faltaba ―bufa Rosa―. ¿Y qué piensas hacer con él?
―Eso es cosa mía.
Entre tanto, el camello avanza como un torpedo ciego rumbo a la pareja. Se detiene a un metro de ella.
―Quiero bailar contigo ―exige.
Ella se queda pasmada. Desde donde está Carlos cree oír cómo se resquebraja en astillas el hielo de los ojos del hombre: humean entre las pestañas como cubitos recién sacados del congelador. Cuando Rosa alcanza a salir del estupor busca algo en la cara de Carlos, que consigue con verdaderos esfuerzos no vomitar en ese momento.
―¿Qué puedo hacer? ―le pregunta ella sin rodeos.
―No sé… Haz lo que quieras… Lo que elijas es cosa tuya ―dice Carlos, haciéndose el ofendido.
―Vete a la mierda, Carlos.
Y se encamina al centro de la pista. Antes de ir tras ella, el hombre se acerca a un palmo de su cara.
―No volverá contigo después de probar mi martillo pilón.
Taconea: tocotoco-toc, tocotoc, tocotoc, trrrrrr-toc, tocotoc…
Desde la barra, los brazos del hombre, más que una amenaza, parecen protegerla cuando la abraza por detrás. Los dos se mueven al compás, muy despacio, como si temieran que un movimiento brusco pudiera separarlos. Bailan con los ojos cerrados.
Carlos no puede quitarse de la cabeza la polla negra del hombre. El cuchillo le quema la pantorrilla como si lo llevara clavado.