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98- Retratos de Silverio: Lucía. Por Castellio

Silverio era fotógrafo. Sólo hacía retratos y todos, o casi todos, los guardaba. Los tenía de todos los colores. Las miradas de los habitantes de Vejer de la Frontera, aquel pueblo gaditano de lo alto de la colina, restaban adheridas a las lentes de su cámara mientras, más allá de éstas, las vidas proseguían sus quehaceres. “Para la posteridad”, sonreía Silverio tras cada retrato. Y así era.
Cuando visitamos Vejer a comienzos del pasado septiembre, en la plaza del ayuntamiento había una placa que nos llamó la atención; decía así:

En este lugar un fotógrafo amigo de todos, de gran corazón y bondad, con su cámara en ristre, siempre regalando sonrisas, entregó los años de su vida a Vejer.
Siempre contigo Silverio.

Gracias a tu imaginación, Elba, entramos sin pudor en el viejo estudio de Silverio. Allí vivía una de sus hijas, que amablemente nos dejó pasar y enredar tranquilamente entre donde rondan, en alegre desorden, las posteridades del pueblo. Entre las fotos que enseguida nos atrajeron estaba la de la joven Lucía, de mirada tan limpia e inquieta que parecía cruzada por el viento. Su mirada permanecía de este modo eterna sobre el papel fotográfico, ensoñada y ajena a las vicisitudes que hoy, décadas después, hacen de doña Lucía una figura asaltada por la fatiga de las arrugas. A menudo acude a este estudio, nos comenta la hija del fotógrafo, no sé muy bien para qué, pero coge el retrato entre sus manos y se sienta en la terraza, mirando al horizonte.
La nostalgia es una tristeza que nos atrae y a menudo nos reconforta; como un deseo pasado por agua, como el fuego incandescente bajo el hielo. Lucía siente la lluvia de ese fuego tras los pliegues de su encanecida mirada, mientras pasan por ella los pasados que fueron persiguiendo a los que pudieron ser.
En la foto que le hizo Silverio, Lucía aparece sentada sobre una silla de madera cuyo respaldo acarician unas manos ya entonces agrietadas por la dureza del campo. Su marido, Juan Rodríguez, murió hace más de veinte años y jamás conoció a aquella otra Lucía del retrato, tan viva. Él venía de los arrabales del puerto de Cádiz y toda su vida había respirado al mar dándole por supuesto, como no se piensa un brazo, como se dan los pasos. Cuando conoció a Lucía, ésta venía de velar a su padre. A él entonces le había sorprendido su belleza. También su luto extraño, la sonrisa. No lo pensó ni un instante y marchó a Vejer, donde al tiempo se casaron. Allí siempre lo trataron bien, pero no dejó jamás de ser Juan Rodríguez, aquel forastero al que le faltaba el mar.
De niña Lucía tenía un pelo largo y rubio que escapaba por entre las verjas de su casa hasta casi tocar el suelo. En cuanto cumplió doce años su padre le impidió salir sola del hogar, pues uno no se podía arriesgar a truncar una buena boda por un descuido adolescente. Así razonaba su padre, mientras su madre callaba, pues hacía tiempo que había muerto; tanto, que Lucía apenas pensaba en ella. Cuando la recordaba —apenas leves sensaciones, quizás algún olor despistado—, la nostalgia se apoderaba de ella con el ímpetu inconsciente de no saberse nostalgia.
Su casa estaba situada en una de las calles que nacen de la iglesia; así, a cada hora, las campanas le recordaban en qué lugar del mundo se encontraba, y su imaginación descendía atropellada para regresar a la aridez de la casa tras los barrotes, al silencio de la mente. Sin embargo, cuando el rumor de la noche traía en su tañido a las doce, sucedía algo sorprendente: las verjas de la ventana se doblaban de tal modo que la pequeña Lucía podía saltar entre ellas para que su cabello volase por las oscuras calles de Vejer. Siempre se dirigía al río, acompañada de los gatos, y allí se bañaba desnuda, primavera tras primavera, frente a decenas de pequeños ojos luminosos.
A Vejer, como a cada rincón de España, también había llegado la guerra. En aquel entonces Lucía era muy pequeña y todavía no saltaba entre los barrotes a la medianoche. Sus escasos recuerdos de todo aquello sólo le mostraban tensiones y silencios, estampidas y llantos secos. Entonces, había visto como la dura cara de su abuela se contraía, agazapándose para siempre del mundo, y así siguió toda su vida, callada y abstraída; loca. Todos sabían que le habían matado a un hijo.
El tío Ignacio nunca había sido otra cosa que el barbero del pueblo. Le apasionaba charlar con los vecinos mientras les afeitaba. Lucía recuerda el amplio sonido de su risa, también su bigote. Una mañana algunos bromistas le habían atado a la silla mientras dormía y se lo habían afeitado, causándole el primer y único enfado que se le recordara. La abuela trataba de consolarle y de calmarle, mientras su hermano, el padre de Lucía, sonreía burlón tras su verja. Cuando el golpe de Estado trajo la sangre a Cádiz, emponzoñando la mar, Ignacio pensó que en Vejer no pasaría nada: no había señoritos, el cura era republicano y la colina siempre les había hecho sentirse ajenos al mundo de ahí abajo. Sin embargo los bandos no tardaron en delimitarse, separando a los hermanos y atrayendo a las desgracias. Las tropas nacionales ocuparon el pueblo e Ignacio no supo comprender que eran tiempos de silencios, y continuó hablando con cualquiera entre cuchillas y espejos que, en un triste suspiro, se habían vuelto peligrosos. Una noche, como tantos otros, su cuerpo apareció varado en el río. Nadie supo a quién ni por qué preguntar.
El hijo de Ignacio no supo quién fue su padre hasta los quince años. Su madre había guardado un secreto que en Vejer se respetaba. El niño también se llamaba Ignacio y pronto anunció que de mayor quería ser barbero. Madre e hijo se mantenían apartados del padre de Lucía, con quien no se cruzaban saludos cuando éste venía de la iglesia, y sólo guardaron una estrecha relación con la abuela, a quien habían cuidado con cariño hasta su muerte. En aquel tiempo, Ignacio y su madre preferían pasear los domingos por el río, donde el niño jugaba y corría, y la madre, pensativa, observaba sus aguas. El cura republicano de Vejer había sido fusilado en la primera posguerra; al parecer, se había descubierto un refugio en la sacristía donde se ocultaban varios de los jóvenes campesinos del pueblo. El sacerdote que le sustituyó era muy serio y beato, pero le encantaba conversar tras la misa, al sol de la pequeña plaza de la iglesia. Lucía todavía recuerda las palabras del cura a su padre, a los doce años, y la sonrisa de su padre al decir señor cura, pero qué razón tiene.
A sus quince años, por tanto, Ignacio comenzó a saber de la guerra y de su historia. En un pueblo como Vejer, donde las casas serpentean blancas arriba y abajo, resulta difícil expulsar un rumor. Los gatos los traen y los llevan por las noches, y a la mañana siguiente todo el pueblo se levanta sabiendo de las vidas de los demás. Así fue como Ignacio se enteró de la suya una mañana de tormenta en la que el agua empapaba las pieles negras, blancas y atigradas de los gatos; estos dormitaban tras una dura noche en la que los empedrados de Vejer habían acogido, entre el crepitar del agua y el rugido de los truenos, las memorias truculentas de la guerra. A partir de ese día, Ignacio comenzó a visitar el río a todas horas, pensativo, como su madre los domingos.
Una noche de primavera el río en calma le descubrió el precioso cuerpo desnudo de Lucía, oculto bajo la oscuridad de las aguas, amenazado por la luz de una luna enorme que estaba a punto de estallar. Un par de oscuros ojos humanos se unieron a las decenas de pequeños ojos luminosos que observaban la escena, admirados ante el baño secreto de aquella niña.
A partir de esa noche, Ignacio bajó al río al atardecer de cada jornada, esperando agazapado en un viejo árbol la venida de Lucía. El resto del día lo pasaba embobado soñando sus formas, reconstruyéndola en imágenes mientras afeitaba, peinaba y cortaba los cabellos de los pocos vecinos que se atrevían a acudir a la nueva barbería, situada en el mismo local que la de su padre.
Fue en esta época de miradas furtivas y más de un trasquilón cuando el padre de ella viajó por unos días a Cádiz en busca de trabajo. Se necesitaba mucho personal para la construcción de barcos y hasta ahora en Vejer lo único que había hecho, y sin grandes resultados, era labrar las tierras de las laderas. La ausencia del padre significó la libertad para Lucía, que al fin pudo salir a refrescarse tras el trabajo, poco antes del atardecer. Es así como sorprendió a Ignacio agazapándose en el hueco del árbol seco, como era su costumbre. Ni siquiera imaginó ella lo que tal actitud ocultaba, así que le llamó sonriente por su nombre, contenta de al fin poder hablar con su primo. Este primer encuentro acabó con ambos sentados en la ribera del río, alternando el relato de sus vidas con la vergüenza de Ignacio, que ahora comprendía la iniquidad de sus guardias. En uno de los silencios de aquella noche, empujado por la mirada transparente con que ella le escuchaba, el chico se animó a confesárselo, y Lucía, más que escandalizarse, se sintió secretamente honrada.
Años después doña Lucía recordaba aquella mañana, la vuelta sonriente al pueblo poco antes de reencontrarse por sorpresa con su padre; cada uno por su lado pero ya juntos para siempre, mi amor, le había dicho Ignacio mientras él se quedaba para un último chapuzón. Lucía se había cruzado en la placita con Silverio, el joven fotógrafo del pueblo, y éste le había pedido posar con una ansiedad imperativa. Silverio comprendió con su intuición habitual que la mirada nocturna y sensual del río, de la pasión y del viento no eran eternas, y quiso atraparlas con su cámara en cuanto se cruzó con la chiquilla. Una Lucía divertida se aferraba poco después a la tosca silla familiar, posando en la entrada de su casa mientras el fotógrafo estudiaba en silencio los ángulos y la luz más adecuada. El pensamiento de ella volaba libre, ardiente, y su largo cabello rubio recogía todos los sueños de los que eran capaces sus brillantes ojos en una mirada que, esa mañana, era eterna.
Aún hoy, cuando Silverio hace apenas unos años que murió, todavía se puede ver algunas noches a Lucía esperando a que suene la medianoche, aferrada a los barrotes, que entonces se doblarán para que su largo cabello blanco vuele por entre las blancas casas de Vejer, arriba y abajo, y se bañe en el río donde ahogaron a su querido primo Ignacio, una mañana de primavera. La misma mañana que sucedió a la noche en que él le confesaba sus robos; la misma en que ella sonreía a la cámara de Silverio tras haber hecho el amor, torpe y deliciosamente, con su primo; la misma mañana en que Lucía acogió su última felicidad.
La madrugada que siguió a nuestro paseo este pasado septiembre, Elba, cuando todos en Vejer dormíamos, decenas de pequeños ojos luminosos observaban, como cada noche, el cuerpo avejentado de Lucía, que oculto bajo las aguas y amenazado por la pálida luz de la luna sonreía extrañamente, mientras no cesaban de susurrarle el nombre del asesino de Ignacio. Entonces, cuando espeluznado yo trataba de escuchar el rumor que subía por la colina, me tocaste, acariciaste mi espalda y tus besos ahuyentaron a todas mis pesadillas. Mientras en Vejer amanecía, nosotros nos amábamos.