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95- EN EL RINCÓN DE LAS ESPERAS. Por CLAUDINE CHAUDRON

“¡Quién te iba a decir, con lo que fuiste, que te verías esperando a un hombre de madrugada!”.
La voz de aquel hombre sin rostro sonó como salida de una cueva: primitiva, rocosa, demasiado oscura, algo húmeda y un tanto cavernosa.
La mujer dio muestras de desagrado al oír la ronca voz del cavernícola, pero no dio respuesta alguna que la obligase a iniciar una discusión sin puerto alguno para la que no habían ganas ni eran horas. Simplemente optó por rebullirse en el sillón de piel curtido a plazos y ajustarse de nuevo la manta de medio pelo, siempre con tela insuficiente para tapar esos pies que en todos los años de su vida jamás pudo calentar, obviando sin más el comentario de aquel dragón venido a menos.
En tinieblas oyó el eco del dragón bramando y supo que podría pasar a su lado sin necesidad de acortarle las cadenas. Se había vuelto a dormir, como era de esperar, algo que ella debiera estar haciendo desde hacía rato, pero que la angustia, causante de todas sus cizañas, le impide.
Desde que el niño dejó de serlo, Matilde vive entre el sin-vivir y el alivio, desde que sale hasta vuelve, después de haberse dejado en él la tersura de su piel y la ingravidez de sus pechos, supeditados a fuerzas con las que no se puede negociar.
Ahora conocía el significado exacto de aquella frase que tanto le impactó en su juventud, cuando aún no tenía idea exacta de su verdadero significado. La frase de sus ecos que, creía recordar, leyó en un antiguo libro de hadas, venía a decir algo así como “Ser madre es ser mujer a la que el corazón le brinca fuera”, y aunque en principio pudiera parecer asunto de magia, tenía poco que ver con hechicerías y torpes alquimias.
Sus ojos, ávidos de sueño e hinchados, van saludando a las horas de una en una, sin tomarles el cariño debido ni pretender de ellas la más mínima compañía.
Cuando una tiene los ojos cerrados y sueña que duerme, es que el cansancio y el sueño han hecho más mella del que una quisiera. No cabe el recurso de resistirse o de hacer ruido, de patalear o de gritar como una loca hasta que los ojos desperecen.
Es extraño lo revelador que resulta el silencio, si pones atención acabas por oír cómo lo cuenta todo. Matilde ya sabe mucho de lo que el silencio calla. Lleva tanto tiempo con él que podría hacerle veces de confesora. “Hasta las siete y media o las ocho puedo escucharte, luego me voy a dormir”, parecía decirle.
En tanto, fuera, la calle aúlla pasos lejanos y el clinclineo de llaves y la puerta chivata siguen sin dejarse oír.
No paraba de preguntarse por dónde podría parar ese hijo suyo a esas horas de maldades.
Se tapa la boca con todo lo que puede. Intenta no asustarse, no pensar en todo lo malo que la noche trae, pero cuesta mucho conservar la calma cuando se trata de alguien que tanto duele. Son demasiados pánicos y la calma se hace inviable para una madre que ha perdido un rastro que seguir para dar con su criatura. Aunque no pudiera verle, si sólo pudiera olerle, aunque fuese sólo olerle, podría al menos intentar engullir garganta abajo ese miedo que le bulle dentro como fumarolas de vapor ardiente, volatilizando la poca sangre que le va quedando en el cuerpo.
“Todos están deseando que llegue el fin de semana y a mi me cuelgan en las vísperas”, se queja.
Nadie hace un gesto para interrumpir, nadie dice nada, nadie hay para gesticular ni decir. Ella sola se dice, ella sola gesticula y ella misma se desdice.
Tiene los ojos desorbitados y lo que no puede ver, ni intuir, ni imaginar no mejora las cosas.
Con el correr de las horas el hambre le hace agujeros, pero ahora que adoptó la postura idónea en la que, por mucho bascular, las cabezadas no le troncharían el cuello, pensó por un momento en no atender las exigencias de su estómago, pero el hambre no admite rebajas que competan a sus dominios y pronto tuvo que abandonar sus comodidades para acallar el atronar de sus tripas con los escasos reposos que ofrece un somero vaso de leche caliente.
En su pretensión de no dejarse sorprender por alguna llamarada que salga de la cueva, camina con sigilo por ese pasillo que conduce justo a la guarida. Pasa junto a la puerta, surcando la pared igual que una lagartija, mira una vez y otra, esmerada en sus cautelas, como si le viese por primera vez después de toda una vida viéndole. El dragón sigue durmiendo, doblegado a su sueño de siglos. Y además, si despertara, tal vez pudieran llegar a una especie de acuerdo por el que no tener que hacerse daño. No parece que el dragón sea tan fiero. Tampoco tiene aspecto. Le falta en el dorso el armazón de escamas y esas crestas como de campos recién arados. Puede incluso que no muerda, incluso puede que lo único que deba temer del interior de esa habitación sean las pelusas que pueda haber debajo de la cama. Hasta puede que el dragón no exista. Ella mejor que nadie lo debe saber que le domesticó y después casi le ha criado a sus pechos, o al menos le ha dado un nido cálido en el que poder roncar y al que poder volver. Y ahora que lo piensa, es probable que no entendiera la vida sin él, acostumbrada como está a su inocua compañía. Todo podría ser, pero por el momento sus urgencias la conducen inexcusablemente a un vaso de leche caliente, y él seguiría siendo dragón, aunque sólo fuese por esta noche en la que los miedos la combaten con la furia de mil ejércitos.
Son demasiadas noches peleando con los mismos miedos y a las mismas horas. Matilde está cansada de vivir en el permanente sobresalto y de sobrevivir cada fin de semana a las trifulcas de los desasosiegos que siempre le han podido. Le tienen tomada la medida y siempre se da una nueva ocasión para volver a vencerla, bajo un murmullo ahogado que pone los pelos de punta. Más le valdría no dejarse ver, pero ellos siempre la encuentran.
De nuevo la calle atrapa su atención con un nuevo sonido que parece salido del mismísimo escobero. El sonido lejano, hace poco raquítico, va acrecentándose y haciéndose más imponente. Es un grupo de gente que no se toma la molestia de bajar la voz, que primero se acerca para enseguida pasar de largo. No se ha oído el estruendo del portal, así que tampoco en éste cargamento le venía la mercancía. Habrá que seguir esperando, sin nada que hacer e intentando que no cunda la desesperación, lo que de por sí ya supone una ardua tarea.
Bebiendo la leche, se embebe en pensamientos que no le traen buenos presagios. “No entréis todos a la vez que tantos no cabemos” parece decirles. Luego termina de tomarse el vaso de leche con una calma de sacrilegio y enseguida regresa con el mismo sigilo a sus antiguos acomodos.
Ya instalada en su sillón, con la manta echada por encima de la que le siguen sobresaliendo los pies, el sopor de la leche caliente causa su efecto y hace que cierre los ojos por primera vez en la noche, asentándola en un bienestar que por nada del mundo cometería la locura de quebrantar. “¡Qué bien sienta dormir cuando se tiene tanto sueño!”.
Con todo hecho y tan poco por hacer, la cabeza vuelve a darse al pensamiento. Ahora es el turno de ese dragón con el que mantiene antiguos pleitos, pero puesta a encontrar razones por las que salieran a relucir agravios se dio cuenta que llevaban tanto tiempo enterrados que los motivos que los causaran variaron ostensiblemente o simplemente desaparecieron en las flaquezas de la memoria. Lo cierto es que el dragón no era mal hombre para ser dragón y ya era tiempo de confiscar razones que mantuviesen los pleitos abiertos. Después de todo, ella había contribuido tanto o más a romper el cristal de la ventana por la que se coló el frío.
De sólo imaginárselo vestido de dragón prefería no hacer mueca de sonrisa, temiendo que si se echaba a reír sería incapaz de parar, despertaría a la bestia y nada deseaba menos que vérselas de madrugada con aquel dragón cabreado, con el que años antes concretó una mala boda, sin dote que la bendijera.
Está empezando a amanecer y la luz arrastra consigo un algo de tranquilidad y calma poco fundamentadas, pero reconfortantes. Parece que todo mejore con las claras del día, que los males se alivien por una extraña magia que reblandece cuanto toca, arrinconando los pesares hacia horas en las que las gargantas se oxidan por el exceso de saliva, por un beneficio mínimo o de forma completamente gratuita.
Los sonidos rutinarios volvieron a tomar las calles. Ya quedaba poco tiempo para distinguir el sonido de la puerta, aunque la condenada sonaba como si lanzasen una tapa de alcantarilla al asfalto. No habían sido pocas veces las que aquel estruendo inmisericorde la había despertado en mitad de la noche desvelándola hasta el alba.
Matilde había acomodado su cara en su mano, recostada con el codo sobre el brazo del sillón, y el sueño se le vino encima con las caricias añoradas de una almohada emplumada.
Estaba ya profundamente dormida cuando aquel portazo, que más parecía un cañonazo de salutación al sol, la despertó y la quejumbre de los escalones terminó por despabilarla del todo.
Conocía aquellos pasos como si le hubiesen pateado dentro.
De pronto le entraron las urgencias. Saltó del sillón como catapultada por algún resorte y se dio tanta prisa en llegar a la cama que no se percató de llevar las zapatillas y la bata puestas, hasta notar que no percibía el calor de los pies siempre incandescentes de su marido que le habían salvado tantos inviernos.
Bajo ningún concepto permitiría que su hijo la sorprendiera montándole una nueva guardia y en la cama aguantó, en bata y con zapatillas, mientras le escuchaba hurgando la cerradura.
Tanto trajín dio lugar a que un hijo se escamase y a que un dragón descamado despertara de su letargo, que emitió un gruñido de protesta como para echarle el pan de lejos, aunque a Matilde apenas le rozó los oídos.
A continuación, se escuchó la puerta abrirse e, instante seguido, cerrarse. Los pasos clandestinos y el ruido de llaves pusieron identidad al caco. Por muy silencioso que sea y muy oscuro que esté, para alguien que siempre está ahí y ve todo, no resulta difícil adivinar lo que lleva dentro: el sinsabor de otra noche inútil. Encerró su desencanto en la habitación y luego llegó silencio.
Matilde estimó prudente esperar a que dejasen de oírse los manejos de su hijo desvistiéndose y cayendo en la cama a plomo, para ella levantarse. Justo estaba haciendo ademán de hacerlo cuando el dragón se le anticipó.
La visión descorazonadora de un dragón en calzoncillos no era precisamente la última visión que una mujer desease ver plasmada en sus ojos, sin embargo fue la que tuvo.
Se incorporó descalzo, meó sin ganas y de vuelta a la cama se aseguró que el ladrón guardase cierto parecido familiar. Él también se preocupa aunque nunca decía nada.
El escaso tiempo de la micción desganada le dio oportunidad para recomponer la figura de una bendita dormida, sin bata y sin zapatillas.
Ya todo está en su sitio y Matilde puede dormir tranquila, con el vástago enclavado en los hemisferios de su ombligo, hasta que la noche se lo arrebate o hasta que el silencio le vuelva a hablar en el rincón de las esperas, con la vida sin tragar sobre un sillón convertido en nido, circundado por urracas y sin huevo que empollar.