III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


14 marzo - 2006

89- Mi amor que ya no duerme. Por Quintín de Parma

Cada una de las gotas de lluvia que han golpeado el cristal de la ventana desde que tuve este despertar abrupto intentaba decirme lo que ha ocurrido a mi lado durante la noche, dentro de nuestra habitación, sobre nuestra cama, quizás no haga aún ni dos horas, pero hasta este preciso instante no he entendido el lenguaje, ni mucho menos, el mensaje. La lluvia. Sólo he sido capaz de oír un repiqueteo monótono, el son de un meteoro sin ánima, tac tac tac. La lluvia. Como se oye al viento cuando espira blandamente o como no se oye la quietud de la negrura, sin prestarle atención alguna, sin percibir que ese sonido contenía un mensaje, o lo que es peor, sin comprender que era una advertencia. Puede que si hubiese prestado otro tipo de atención hubiera podido entenderlo pero, por alguna razón, no he tenido esa capacidad.Muchas otras veces, en mitad de la noche, la habitación había acogido mi despertar con un silencio similar al de este momento, nada distinto a lo habitual. Ella yace a mi lado en la oscuridad. Ningún sonido sale de dentro de su cuerpo, ningún ruido producen las sábanas al rozarlo. Todo es quietud. Nada es extraño. Suele moverse poco durante el sueño. A veces, insomne, me complazco mirándola yacer tan quieta junto a mí, en tregua con la vida, toda la habitación inundada por el aroma de su cuerpo. Pero a pesar de todos los años pasados juntos, me sigue asustando enfrentarme a esos despertares inesperados, en medio de la noche, con ella allí tan quieta. Me aflige la idea –hasta hoy tan descabellada– de que haya muerto durante el sueño, de que se haya ido sin despedirse, de que me haya dejado aquí con mi desamparo.

Y en cada una de esas ocasiones, por fortuna, he podido comprobar que todo era un error, que su vida aún estaba allí, latiendo bajo su piel, manifestándose en forma de aire que emergiera por su boca, tan quedamente, como si en realidad no saliera, tan leve que para comprobar que de verdad vivía, me obligaba a ponerle la palma de la mano delante, hasta hacerme suspirar aliviado en la oscuridad, aplacando así mi angustia, quizá con la expresión de un lelo, alegre por haber vuelto a encontrar dentro de su cuerpo la vida que no había dejado nunca de estar allí.

Lo mismo ocurre esta vez, pero la palma de mi mano no se calienta con su soplo de aire tibio. La acerco un poco más hasta tocar sus labios. Nada. Miro cómo mi mano tapa su cara parcialmente, quizá es su último beso, involuntario, sin vocación ni interés, por accidente, en un lugar tan inhabitual para el dulce roce como la palma de una mano. No sale aire. Nada. Me siento sobre el colchón, le agarro la mano que me queda más cerca y se la levanto en el aire. La suelto y cae como un trozo de cuarzo al que le hubieran cincelado cinco dedos muy blancos. Me siento a horcajadas sobre su vientre y la sujeto por los hombros. La sacudo. Su cabeza se bambolea desmadejada. Susurro su nombre un par de veces. La tercera se lo grito. Un ojo se le abre involuntariamente. Doy un respingo. Sólo mi presa en sus hombros evita que su cabeza vuelva a reposar sobre la almohada, a donde parece tener tanto interés en volver a sosegarse. Tantas veces he tenido la pesadilla de verme en esta situación. El día parece haber llegado. Me viene a la cabeza lo que ha de ocurrir a continuación y me estremezco. Trato de digerir el miedo que me produce sentir la soledad que me aguarda sin ella.

Todo se desencadenará en el momento en que descuelgue este teléfono que dormita indolente –quizá también esté muerto– encima de la mesilla: El médico, la ambulancia, los camilleros, el papeleo, el tanatorio, las flores, el coche, puede que hasta la policía y el forense. Me doy cuenta de que este es nuestro último rato juntos. Nunca volveremos a estar a solas. Ni podré volver a decirle cuánto la quiero –porque aunque nunca vuelvan días en los que llueva tanto como hoy, yo la seguiré amando como en este momento– ni podré volver a esconderme para llorar de emoción bajo su pelo.

Me decido. Empiezo por olerla en detalle, ordenadamente, con todo el esmero, deteniéndome en cada esquina, en cada ángulo, en cada bisectriz, todas tan conocidas. Disfruto de los diferentes aromas que aún desprende su cuerpo, cada vez menos tibio. Con un dedo le cierro el ojo que se empeña en permanecer entreabierto y que parece querer mirar hacia la ventana, donde las gotas de lluvia, ahora más desatentas que nunca, siguen repiqueteando, tac tac tac. Está más guapa con los dos ojos cerrados. Me inclino para besarla despacio. Su boca se entreabre. La lengua le reposa lánguida a un lado, pegada por dentro a uno de los carrillos. Se la muevo con la mía, de un lado a otro, hasta que, en un descuido, queda vuelta hacia atrás y hacia adentro. Rescatarla de dentro de su traquea requeriría usar mis dedos. Prefiero no hacerlo. Ya no tengo que preocuparme porque se ahogue. Chupo sus labios, el lugar de ella que más aprecio, donde tanto me ha gustado demorarme desde el primer día en que me lo permitió. Los muerdo con suavidad, uno a uno, luego el par, rozo mi mejilla con la suya. Así estoy un tiempo –creo que mucho, aunque reconozco que ignoro cuánto–, procurando no hacer nada que vuelva a abrirle el ojo izquierdo. Me desazona su involuntario empeño en mirar hacia la ventana con ese guiño exánime. Me permito entrar. Está húmeda, aunque más fría de lo habitual, y no me cuesta demasiado. Su inmovilidad es lo más extraño. Normalmente ella reaccionaba con agitación, apretándose contra mí, como si estuviese desorientada. Pero esta vez no ocurre nada. Su quietud es, quizá, la manifestación más paladina de su ausencia.

Es entonces cuando soy consciente de que ya no está conmigo. De que ya no puedo retenerla como estúpidamente pretendía. Ni siquiera una última vez. Esta vez. Me muevo despacio, con prudencia, evitando cualquier brusquedad que pueda perturbar su sueño impostor, hasta que suspiro en un espasmo corto y culpable. Reposo tumbado sobre su cuerpo, tratando de rozar la mayor cantidad posible de su piel, de abarcarla como nunca, sin miedo a que mi peso la lastime. No se ha de quejar. Cojo un mechón de su pelo con mis labios y lo mantengo dentro de mi boca. Poco a poco, tras la liberación por el goce, mi mente se vuelve a llenar de sangre y eso me ayuda a recobrar cierta lucidez. Soy consciente de lo que significa estar allí, en aquella postura. Me siento culpable pero no sé a quien he ofendido. Percibo la inmovilidad de sus miembros con toda su crudeza, la creciente frialdad de su piel. La distancia infinita entre nosotros. Le vuelvo a cerrar el ojo izquierdo. Ha sido la última vez que esta mujer me conforta, la que tanto me ha amado y tan bien me ha tratado. Nunca más volveré a estar con ella.

Empiezo a echar de menos sus besos, pero no me atrevo a besarla de nuevo. Ahora llegarán todos ellos. Miro el teléfono que sigue reposando indiferente encima de la mesilla. Sólo yo puedo hacer lo único que me ha de separar de ella para siempre. No quiero hacerlo. Pero al final, como no puede ser de otra forma, lo hago.