III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


14 marzo - 2006

76- LA ESPIRAL INFINITA. Por TADEO AMABLE

Todo empezó de mañana cuando el autobús enfiló las Rondas. Las soberbias avenidas repletas de arboledas frondosas, ceñidas por amplias aceras. Pronto bordeó La Florida y ascendía por La Lateral entre un tráfico imparable, un tráfico turbio y espeso, abriéndose paso entre las líneas blancas de la calzada, entre la gente que se apiñaba en las esquinas, o a las puertas de los comercios, o cruzaba la calle a un lado y a otro e iba a lo suyo, y nosotros, los pasajeros, nos dejábamos mecer por el traqueteo suave de aquel vehículo rojo.
La luz incidía arrancando los primeros brillos en los tejados negros, o lanzaba guiños, o empujaba sombras y la mañana me pareció que iba a ser hermosa, tanto como para emplearla en descubrir la ciudad, o como para perderla poco a poco en algún sueño loco, porque la mañana nos emborrachaba de verde, o de azul y de rosa. Un día de esos en los que amanece de primavera y hasta hace calor. Entre tanto el autobús recorría los bulevares con una marcha cansina, ciñéndose a las curvas, remoloneando en las rectas, arrimándose al bordillo con cuidado, como si midiese las distancias, expresándose con un carraspeo bronco de viejo cacharro curtido en un millón de viajes, mientras un grupo de niños alborotaba en la parte de atrás, mientras un viejo leía un libro, a mi lado, y una señora con sombrero verde se acercaba a una ventanilla, sin duda que para curiosear, la primavera sin duda. Y una pareja se arrullaba con descaro, dos asientos más allá.
Al poco se encaminó por la Avenida Casares, yo iba sentado en la fila de la derecha, más o menos en la mitad del pasillo, junto a la puerta de salida que se agitaba levemente con el movimiento de las ruedas sobre el adoquinado, y que se entreabría durante unos segundos, y me lanzaba pequeñas ráfagas de aire entre los huecos de las gomas que la enmarcaban, y casi era un juego infantil esquivar las rachas, el aire impaciente, y durante un rato me distrajo esa tontería, y casi no oía a los chicos del fondo, ni al viejo toser, ni a la señora del sombrero verde como se reía, ni los besos de los enamorados, o como se afanaba en mirar. Y casi no escuchaba nada.
Hasta que divisé la marquesina de la parada que está junto al mercado de la calle Este, el poste blanco con el techo verde en la que dos tipos levantaron el brazo al mismo tiempo. Pero el autobús no detuvo su marcha al pasar junto a ellos. No frenó, ni realizó el más mínimo indicio de hacerlo, no quiso moderar el rumbo, o no supo, o no pudo. O sólo que se le olvidó.
Luego el cacharro tosió con fuerza al rebasar la primera esquina, con un bramido que me pareció de cansancio sin alterar su ritmo, con un gruñido que me pareció de sofoco. Y procedió sin inmutarse, como una flecha que sigue hasta que encuentre el blanco, y yo giré la cabeza. Sólo para ver como los tipos alzaban los brazos con un gesto brusco, con un gesto de queja, sólo para ver como uno de ellos se apoyaba en el poste con cara de asombro, mientras el otro gritaba, porque el autobús se alejaba con nosotros dentro dejando un pequeño reguero de humo, de voces, lecturas y algún beso perdido, o media mirada.
Después busqué al conductor, adiviné su espalda, la gorra le cubría la cabeza, el cuello de la cazadora el rostro, y el espejo retrovisor me enseñó unas gafas de sol que enfocaban al frente, con una fijeza que supuse monotonía, o aburrimiento, o indiferencia. Casi le disculpé, tantas horas sentado al volante le excusaban por saltarse una parada, por olvidar el reglamento, o por recrearse en la nada. Allá, unos centenares de metros más abajo estaba el siguiente poste, a la vuelta de una rotonda llena de arbustos que en este tiempo florecían teñidos de un verde rabioso, que casi se alzaban solemnes, y hacia ella encaró el autobús rojo como el que apunta a una diana, o como el que viaja a su antojo.
El vehículo se acercó al objetivo, daba pequeños bandazos y se deslizó con algo de hastío; lo noté en seguida por la indolencia de sus movimientos, y un poco antes de que llegase se oyó el timbre con el que otro viajero reclamaba su derecho a apearse. Era un tipo trajeado que portaba un maletín de cuero, y que consultó su reloj con gesto hosco, que nos miró a todos y luego a la espalda del conductor y después al cielo.
Ahora sí que se detendría, pensé. Esta vez no tenía disculpa y las aceras avanzaron despacio, o los árboles se acercaban sin prisa y las caras de los que aguardaban bajo el resguardo del techo metálico, en la calle, se hicieron reconocibles. Pero el ruido del motor no cesó, ni chirriaron las puertas al abrirse, porque no se movieron, ni la espalda del conductor se alteró, ni callaron las risas de los muchachos, o los juegos inocentes, ni los novios hablaron de otra cosa, o el viejo apartó la cara del libro, o se le calmó la tos. Ni se vieron nubes en el cielo.
¡vaya por Dios!, otro descuido, otra torpeza. El tipo del traje gris y del maletín elegante no hizo nada, salvo una pequeña mueca cuando observó su reloj despacio, muy despacio, salvo alzar las cejas con desgana para mirar al techo, salvo sentarse con calma y mover un poco la cabeza. Nada, apenas nada.
Nadie le prestó atención porque los escolares, que alborotaban en la parte de atrás, no dejaban de alborotar con los cromos y con las trenzas de dos niñas que se pusieron a su alcance, ni la señora del sombrero verde se apartó de la ventanilla, o la chica con una camiseta azul, sentada unos metros más allá, renunció a limarse una uña, ni los amantes a sus confidencias. Ni la espalda del conductor dejó de mantenerse rígida y tiesa.
Yo, el único que abrí más los ojos, sólo para ver que recorrimos más curvas y deshicimos más rectas, o superamos todas las cuestas, y hasta bajamos por los barrios del sur, lejos, muy lejos y ya decidí acomodarme en la primavera para advertir como en las paradas nos saludaban, o se reían, o nos decían adiós, o admiraban la carrera de este carrusel sin calma, y hasta un guardia nos hizo señas sin que se le hiciese caso, y remontamos las rampas de la Estación Nueva sin detener la marcha. Yo me reía y disfrutaba y supe lo que es correr sin parar, casi volar.
Luego embocamos la Calle Mayor y allí acelerábamos más, ya era una flecha roja. Dejamos atrás Siete Iglesias, me percaté con indiferencia, y los Bulevares Largos o las fábricas del Este y rodeamos el Parque Central y hasta un poco más allá, me daba igual un sitio que otro porque dentro de aquel espacio no se detuvieron las charlas, o los juegos de los chicos, ni las miradas al libro, o los besos, ni se alteró la espalda del conductor sordo, o las gafas del conductor ciego, ni el volante del autobús rojo, ni uno, ni todos. Era otra vida, otra calma, otro mundo que latía al vaivén de unas ruedas locas, al zarandeo de unas ruedas sin fin, de unas ruedas sin tregua.
Y seguimos el camino circular y seguimos avanzando en espiral, o inventando líneas quebradas, porque trazábamos perfiles rectos otra vez por las Rondas, luego por la Avenida Casares, por los barrios del Sur y la Transversal, o la curva de la Estación Nueva y yo continuaba mirando. Y el verano nos alcanzó en Florida, y el otoño en la rotonda grande y la primera nevada en la avenida San Juan.
Entre la goma de las puertas se colaba ya un aire frío, o seco y las gotas de lluvia, y pronto amaneció más tarde y anochecía antes, aunque los niños no dejaban de alborotar en esta espiral infinita y los amantes ya fueron padres, o el viejo recomenzó el libro por duodécima vez y no se cansó de leer, o de toser, y yo no me agoté de mirar las calles, observar como cambiaban, como crecían o como volaban y vi añadir pisos nuevos y hasta derribar manzanas, el autobús volaba y vi como afloraban parques, y como tendían calzadas abiertas a nuestro paso, al de ese loco autobús, o como anulaban paradas para limpiar el camino de esta espiral sin destino.